Aunque la gran distribución y las cadenas determinan gran parte de nuestras compras en alimentación y bebidas, no siempre logran imponer sus métodos y productos. Valga como ejemplo la proliferación de secciones dedicadas a los productos ecológicos y locales, que responden, evidentemente, al interés por captar a nuevos consumidores y adecuarse a las nuevas tendencias.
Tras el puente festivo, llega el momento de pensar y diseñar los próximos fastos, las fiestas navideñas, en las que la gastronomía, la comida y la bebida, adquieren una gran importancia. Y es entonces cuando el ciudadano consumidor puede imponer sus normas, comprando local.
La compra local, en pequeños comercios, mercados, tiendas especializadas y de proximidad, estimula el tejido social y las relaciones, generando ciudad y ciudadanía. Más allá del precio, se consigue que los dineros se queden cerca y, probablemente, volverán al circuito cercano, en lugar de engordar cuentas situadas en otros y lejanos paraderos.
Además, la mayoría de los comerciantes suelen saber qué es lo que traen, en lugar de limitarse a reponer estanterías una vez vacías. Saben de dónde viene ese tomate y si es de temporada o no; le informarán sobre la variedad de uva del vino que ha elegido, sin necesidad de indagar en la etiqueta de la botella; y le informarán de las novedades, de los nuevos productos que se crean en esta tierra y que en demasiadas ocasiones no consiguen relevancia mediática.
Ganamos todos con la compra local. Contribuimos a frenar la despoblación de nuestros pueblos —ahí está los agricultores, productores de alimentos, cuarenta años después, retomando sus tractoradas—, animamos la economía de pequeña escala y generamos país, sentimiento colectivo.
En navidades, mucho más, comprar alimentos y bebidas sigue siendo un acto profundamente político, en el sentido más noble del término. Y lo puede ejercer cada día, sin censura.