¿Ha sido 2018 un buen año para el sector agroalimentario? Parece que sí para el sector industrial porcino y cárnico –otro asunto es el ovino, encaminado a su extinción−, que ha adelantado importantes inversiones en diferentes puntos del territorio aragonés. Pero en paralelo agricultores y ganaderos tuvieron que sacar sus tractores a la calle para reclamar más atención por parte de la administración.
Depende cómo se mire o dónde se ponga el acento. Es cierto que gran parte de la industria alimentaria, como las bodegas de vino, parecen satisfechas del año que se va, en el que un vino aragonés, el ‘S’ de Pago de Aylés, ha sido considerado por el MAPA como el mejor de España. Y que las medianas industrias afrontan el futuro con cierto optimismo, valiendo de ejemplo la innovación en marcas y productos de Ámbar o Romero.
También, aunque a duras penas, van sobreviviendo pequeñas iniciativas como los lácteos ecológicos de Torreconde, aceites Lis y otros, los embutidos de Graus, diferentes mermeladas, queseros con ganado propio, cerveceros artesanos, etc. Proyectos que priorizan la calidad por encima del precio, buscando la excelencia. Pero a costa de un gran esfuerzo, en parte derivado de una normativa que prima las grandes estructuras agroalimentarias, antes que la diversidad por el territorio o la calidad diferenciada.
Pues aunque en el fondo sea el consumidor en su conjunto el que decide, quien opta por invertir su peculio en tal o cual alimento, alimentando tendencias –como esa que asocia alimentación con salud, exclusivamente−, es la estructura económica y comercial quien determina la supervivencia.
Es decir, la política es su más noble sentido. De ahí que más que preocuparnos por el año que se va, convendría interesarse por el que viene, en el que se renovarán, al menos, instituciones locales, provinciales y autonómicas. Y ahí también podemos opinar y determinar, especialmente si lo agroalimentario logra saltar a tiempo –es decir en campaña− a las agendas electorales.