Parece que vamos ganando la batalla de la trufa. La de integrar este producto único y nuestro –somos los mayores productores del mundo− en la gastronomía habitual aragonesa. Se celebran ferias y eventos, abundan los menús y jornadas en torno a la trufa, no son pocos los establecimientos que la integran en sus cartas de temporada −hasta mitad de marzo−, se dispone ya de abundantes sitios físicos para comprar y también se encuentra a través de internet…
Cada vez son menos quienes confunden a este producto escondido en la tierra con el chocolatero postre, y cada vez más los que entienden que, como condimento exclusivo y de uso mínimo, su precio resulta razonable. Y el resultado, óptimo.
Está costando, sí, pero por una vez podemos y debemos sentirnos orgullosos al lograr que un producto inusual en nuestros fogones termine integrándose en ellos de una forma bastante natural. Todo ello, impulsado en gran medida por el propio sector, ya que las administraciones, por lo general, se han limitado a auspiciar la producción.
Toca, pues, atender a otros alimentos nuestros, que no terminan de encontrar su lugar. Por ejemplo, la humilde –quizá por ello− borraja. Revalorizada gracias al Arroz con borrajas y almejas del cocinero Miguel Ángel Revuelto, que lo inventó a finales de 1988 y sacó a la reina de la huerta de las casas de comida, la borraja parece hoy desnortada, sin rumbo.
Se mantiene muy vivo su consumo en los hogares, pero cada vez resulta más difícil encontrársela en el normal menú diario de cualquier restaurante. Cómo si no fuera un placer degustar unas canónicas borrajas con patata y aceite de primer plato.
Apenas se encuentra en las cartas de algunos restaurantes de nivel y su presencia parece restringida a concursos de cocina y tapas, donde siempre resulta un punto a favor. Para mayor dolor, fuera de aquí y especialmente en Madrid, se considera una verdura navarra. Presumimos de ella, pero no la exigimos fuera de casa.
Algo habrá que hacer para que vuelva a estar presente en nuestras vidas… y mesas y barras.