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Los próximos días, a tenor de los datos adelantados por los hoteleros zaragozanos, recibiremos en Zaragoza a decenas de miles de visitantes, atraídos por la Semana Santa, el puente festivo del 23 abril, el influjo de la propia ciudad o los atractivos turísticos de la provincia. Y lo mismo pasará en Teruel −probablemente ya sin plazas para alojarse− y Huesca.

Y, por más que el recuerdo de la pernoctación sea muy importante para la percepción del viajero, es la hostelería quien determina la valoración final del viaje, el resultado positivo o la decisión de no volver jamás. Pero son todavía muchos los hosteleros que apenas consideran esta función de embajador de su entorno. Quizá crean, equivocadamente, que el maltrato al forastero apenas redundará en su cuenta de resultados –«total, ese no volverá más»−, pero con toda seguridad lo hará en la de sus vecinos, además de la imagen de la localidad.

Aunque gocemos de una restauración a la medida de nuestras posibilidades, especialmente las económicas, pocos son quienes piensan y actúan pensando en el foráneo. Se trata, por supuesto, de ofrecer un mínimo nivel de inglés –o desenvolverse con soltura en el lenguaje gestual−, de entender que sus costumbres no son las nuestras, que no tienen por qué conocer el ternasco o la borraja, o saber que aquí el penalti es más que un lance de fútbol. Y, por supuesto, tener alguna carta en francés e inglés.

Piensen simplemente en cómo les tratan cuando viajan, en los recuerdos que les evocan los bares y restaurantes que visitó. Aproveche el fervor religioso de estos días para recordar la máxima de no quieras para los otros lo que no desees para ti.

De lo contrario, como ya pasa en otros lugares en ocasiones señaladas, tendremos que abrir nuestras cocinas para atender a los visitantes. Y también nos gusta salir a la calle.

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