Dicen algunos que hay que votar, si se va el domingo, con la cabeza y no con el corazón. Desde esta columna se propone justo lo contrario, votar con el estómago. Entendido, eso sí, en su más amplio sentido, ya que según va descubriendo la ciencia disponemos de un poderoso sistema neuronal distribuido por todo el sistema digestivo, inteligente en sí mismo, que manda bastante más de lo que creemos.
Quiérese decir estómago, gastronomía, agroalimentación. Y, por tanto, salud, mundo rural, desarrollo sostenible, alimentación sensata, explotaciones agrarias familiares, cercanía en la producción, obesidad, trabajo digno, artesanía agroalimentaria, ganadería extensiva, medio ambiente, negocios hosteleros, modelos de ciudad, biodiversidad, placer, compañía, formas de ocio…
De todo ello se puede elucubrar a partir de un simple tomate. Desde cómo se produjo, por quién, dónde y en qué condiciones laborales; si era híbrido, importado de Marruecos o procede de una variedad local; si acabará plastificado en una gran superficie, a granel en la tienda del barrio o en una cooperativa de consumo.
También nos interesa saber cómo llegará a nuestro paladar. Quizá en forma de industrializado kétchup, como salsa de tomate artesana o en la más barata lata convencional. Si procederá de la cocina propia de un colegio o a través de un cáterin; o quizá lo degustemos en forma de deliciosa ensalada elaborada en un restaurante familiar. Podrá estar libre de sustancias contaminantes o quizá contener trazas de elementos no nocivos en dichas cantidades. Y, si sobra o se pasa, su destino puede ser convertirse en alimento para otros, compost o terminar en cualquier vertedero, río o mar.
Reflexiones que podemos extender a ese filete de cerdo, a la pechuga de pollo o las costillas de ternasco. Y al atún no recomendado para los más pequeños o al que se exporta a elevados precios a Japón.
De todo eso va el domingo. Eso es también lo que nos jugamos. Aunque apenas se haya hablado de ello