Panaderia Biel

La panadería de Biel sigue viva. FOTO: Claudia Marzo.

 

 

Despertar en el pueblo con el olor a pan recién hecho en el ambiente, hacer perezas en la cama mientras se cuelan los rayos de sol por las rendijas de las persianas y bajar despreocupada con el monedero y la bolsa de tela a comprar una cañada, magdalenas y españoletas es para mí el relato de un fin de semana perfecto.

Las penas, con pan son buenas, pero la realidad de la despoblación en el entorno rural de Aragón lleva años apagando para siempre los hornos de nuestros pueblos. El sector primario, alrededor del cual gira nuestra economía y cultura, se ha visto afectado por el éxodo hacia las grandes urbes. Y si acabamos con este eje vertebrador, ¿qué ocurre con el resto de oficios que conforman la vida agreste? Pues que todos aquellos que constituyen el tejido social de estas regiones desaparecen irremisiblemente. Si el sector primario es parte fundamental de una región, el obrador es el sustento de su población.

El cierre de las panaderías en nuestros pueblos por falta de vocación y futuro, sin jóvenes que den continuidad al arte y a la tradición, es la consecuencia lógica de todo lo expuesto anteriormente.
Atrás queda el tiempo en el que en Aragón todavía no se había establecido como oficio el de panadero y los hornos eran de uso comunitario –llamados hornos de poya– y cada familia llevaba su pan marcado a hornear y la leña en el orden que el hornero les había asignado, pagando por su uso con dinero o con una parte del pan. Esta forma de remunerar se llamaba poyar.

A día de hoy, nos estamos encontrando con la clausura permanente de hornos tradicionales como el de Marcial –Torre del Compte– en el Matarraña, donde mis hijos compraban el estirat o el de Alacón, cuyo raspao estaba en mi lista de preferencias paneras. Este último se ha ido abriendo y cerrando en los últimos años sin suerte, una pequeña muestra de la grave situación que se vive en nuestra comunidad.
Afortunadamente, siguen quedando en Aragón bastiones del pan como el Horno Llerda en Cretas, Teruel, o el Horno de Leña Julia en Alcampell, en Huesca. Ambos llevan transmitiendo cuatro generaciones su tradición panadera.

No son los únicos, tenemos ejemplos por toda la geografía aragonesa –Loarre, Alagón, Binéfar, Ayerbe, Jaca, Calatayud, Valderrobres, Sos, la Almunia, Tarazona, Cariñena, Belchite y un largo etcétera–. En todos ellos se elaboran panes tradicionales de nuestra tierra; el pan de cinta, las culecas, pan de moños, pan estrella, pan de sardinas y el pan aragonés que más me apasiona, la cañada. Un pan plano con aceite, una masa medieval consumida en las cañadas y montes de Aragón por pastores trashumantes. Suele tener forma ovalada o rectangular, con unas acanaladuras características, igual que su también característico sabor a aceite de oliva.

Vuelta a Biel

Si bien hemos hablado del éxodo rural, ahora os voy a contar una historia de esperanza y vuelta a los orígenes con la localidad de Biel y su famosa panadería como testigo. Población de las Cinco Villas de tan apenas ciento cincuenta habitantes en la que el ser humano dejó su impronta hace más de diez mil años. Sus calles acogieron la infancia de Alfonso I el Batallador y fue ampliamente poblada por sefardíes, los cuales nos legaron la maravillosa judería que a día de hoy, junto con la de Ejea de los Caballeros, está entre las más importantes de Aragón.

Francisco Vives, padre de María Rosa y oriundo de Biel, emigró a mediados del siglo pasado durante el éxodo que se produjo en los pueblos de España durante la posguerra. Comenzó su periplo en Huesca donde entró en las cocinas del Restaurante El Ciervo, poco después en el mítico Tabernillas de Zaragoza e hizo una breve parada en Madrid antes de afincarse en Guaro, un pueblo de Málaga, desde donde se desplazaba a Almería para realizar el servicio militar junto con el recientemente fallecido Camilo Sesto.
Se casó y tuvo a sus tres hijos, siendo María Rosa su hija mediana. Los tres se han dedicado a la gastronomía de una u otra forma. Su hermano está trabajando en uno de los mejores restaurantes de Marbella y su hermana, bióloga, se dedica al estudio de la aceituna.

Nuestra protagonista es el ejemplo de joven que retorna al entorno rural de Aragón. Regresó al pueblo del que su padre salió para buscarse un mejor futuro, y junto a su marido, David, se han convertido en la tercera generación al frente de la conocida panadería de esta villa.

La familia de María Rosa veraneaba en Biel –el pueblo de mi gran amiga Belén Botaya– y así es como David y ella se conocieron siendo tan apenas unos niños. Años después, decidieron forjarse un futuro dándole continuidad al negocio familiar, motivo que le hizo abandonar el que hasta ahora había sido su hogar y su oficio, el de esteticién en un conocido Spa de Marbella.

María Rosa ayudó desde el principio en la panadería y nos cuenta con una gran sonrisa, cómo descubrió ante la sorpresa de su suegra, la similitud de la textura de la masa de las magdalenas a la de la cera, lo cual le sirvió en esta ocasión para adaptarse a un oficio nuevo y desconocido. Pero su proceso de aprendizaje no siempre ha sido tan sencillo, la vida es dura en este entorno. Todo esto ahora son nimiedades, ya que ha pasado de ayudar en ocasiones puntuales a llevar la contabilidad, hacer pedidos, encargarse del reparto y no tener ni un minuto de descanso.

Mientras hablamos, David no para de extraer y mover las barras que se cuecen en el impresionante horno moruno, el mismo horno que fotografió Ibán Yarza para su libro Pan de pueblo. Una planta circular con baldosas de barro, las cuales tuvieron que comprar en Francia durante la restauración que llevaron a cabo hace unos diez años, y una bóveda esférica con ladrillos de barro traídos de Bruc, con una boquera cerrada por una preciosa puerta de hierro. Durante su rehabilitación les ofrecieron modernizar este horno con sistema rotatorio y ladrillos refractarios, a lo que él se negó rotundamente, manteniendo intacta la tradición del oficio que sus padres, Félix Muñoz y María Longás, le transmitieron.

Siguen fermentando a la manera tradicional y no incluyen ningún tipo de aditivo a sus masas. Por eso, cuando pruebas un bocado de su pan, su sabor y olor te transportan directamente a la infancia, a cuando el pan sabía a pan. Es curioso cómo olvidamos el verdadero gusto de las elaboraciones tradicionales ante un mercado con productos cada vez más procesados. Su fabricación es completamente artesanal y el resultado es un pan de marcada corteza y densa miga, por eso no es de extrañar las largas colas para comprar una de sus cañadas en épocas estivales o su increíble pan de kilo.
Han sabido mantenerse gracias a la venta de migas elaboradas con las mismas barras que puedes adquirir durante todo el año en su obrador. En una nave de Villanueva las cortan, empaquetan y venden a distribuidores que se encargan de repartirlas por todo el territorio aragonés.

El atractivo de Biel se debe a su situación geográfica, su historia y su patrimonio arquitectónico al que se une su gastronomía, siendo el restaurante El Caserío un referente de ésta.

Fernando, hermano de David, y su mujer Delia regentan este próspero negocio en el que uno de sus platos estrella son las croquetas de ciervo. A una masa bien trabajada se le une una costra de pan que, por supuesto, es del horno de Biel.

En un momento en el que se hace el silencio en el horno, nos sorprende el crepitar de las barras recién hechas amontonadas en una bancada. David, nos cuenta que su madre decía de este particular sonido que el pan estaba rezando.
Aprovechamos este momento para hablar con María Rosa, quién incesantemente y sin perder la sonrisa, sigue empaquetando las tortas de manteca elaboradas a primera hora y atiende a los parroquianos que asisten a comprar. Nos agasaja con la receta que vamos a preparar y no, no es de pan. Así que como a falta de pan, buenas son las tortas, está malagueña nos ha regalado la receta de las renombradas tortas de Biel.

Panaderia Biel Tortas

Tortas de Biel, repostería popular. FOTO: Claudia Marzo.

La receta: Tortas de Biel

Hemos usado: 750 gramos de masa de pan –se puede comprar en los hornos–, 6 huevos, 1 kilo de harina, 125 gramos de leche, 125 gramos aceite de oliva, 350 gramos de azúcar, 1 cucharadita de bicarbonato.  Para la masa de pan: 500 gramos de harina, 350 gramos de agua, 220 gramos de masa madre, 9 gramos de sal. Incorporamos todos los ingredientes y mezclamos, dejamos reposar tapado con un trapo.

Elaboramos: Precalentamos el horno a 220° C. Mezclamos todos los ingredientes menos la harina y el bicarbonato hasta integrar bien. Incorporamos el resto y amalgamamos. Le damos un par de vueltas a la masa. Pesamos cada torta y boleamos –75 gramos cada bola–. Dejamos reposar diez minutos y acabamos de darle forma.
Antes de meterlas en el horno las untaremos de aceite y canela y seguidamente las espolvorearemos con azúcar. Horneamos durante 3-4 minutos.