Hoy se celebra san Valentín, por más que los titulares del día sean san Cirilo y san Metodio, patrones de Europa. Desplazados los pobres por el empuje del santo que ha popularizado la cultura anglosajona, encarnando el día de los enamorados.
La gastronomía parece tener cada día más protagonismo a la hora de celebrar el santoral. Basta ver la cantidad de cenas románticas, cursos para cocinar y degustar en pareja, bombones y tartas con forma de corazón…
Sin embargo, uno sospecha que, otra vez, se impone el continente sobre el contenido. Más allá de pretendidos menús afrodisiacos, de eficacia más que discutible, aunque quizá justificados por la fecha, la mayoría de la oferta vende más ‘postureo’ que gastronomía en sentido estricto.
Nos preocupamos por las velitas, una decoración en consonancia, el champagne aunque no nos guste, a veces una factura que impresione a la pareja, o esa ostra cruda de la que apenas disfrutamos, antes que por el placer de la degustación. Sea previo o posterior al amoroso, pues simultanearlo exige práctica y no siempre ofrece resultados satistactorios para ambos.
Comer, además de necesidad, es un placer, que suele multiplicarse cuando se realiza en compañía. De ahí que lo sustancial, en estos eventos para enamorados, debiera ser la propia comida, elegida al gusto del cliente y sin mayores complicaciones. Vale que, si se sale a comer fuera ocasionalmente, sea el momento para concederse un capricho no habitual, pero siempre dentro de los cánones propios de la pareja.
Lo que vale tanto para este día, como para cualquier obligada celebración. Desde el día del Padre hasta las Navidades, cuando muchos se someten –nos sometemos− al tormento de comer unos pretendidos manjares, exclusivos o no, que no son los que se encuentran en su mejor momento de consumo o, simplemente, no nos apetecen.
Salgan, disfruten de su mesa, pero no conviertan la ocasión en un experimento ‘foodie’¸como se dice ahora, para presumir en las redes. No suele salir bien.