Cuando queremos todo y al instante, parece que se mantiene en gastronomía la tendencia a ofrecer productos de temporada. Es decir, los que produce el campo en determinado momento y, por supuesto, a una distancia razonable. O sea, que las cerezas recogidas en Chile, cuya recolección termina en febrero, no pueden considerarse así. Por mucho que cada cual tenga derecho a disfrutarlas cuando le plazca.
Por otra parte, la industrialización de la ganadería –salvo en el ovino− y de la agricultura, gracias a los invernaderos entre otros, ha provocado una aculturización del consumidor, que desconoce los momentos óptimos de consumo. Nuestra borraja se puede encontrar prácticamente todo el año, por más que sea una verdura de invierno, mientras algunos presumen de una imposible cebolla de Fuentes en plena primavera.
Frente a esa tendencia al quiero todo y ya, otros optan por disfrutar de los placeres diferidos. Despedirse de esas cerezas a final de julio y esperar ansiosos que vuelvan las tempranas el próximo mes de abril.
Pues el placer de la gastronomía, que es cultura, no consiste solamente en la estimulación de los cinco sentidos. Probablemente, proporcione más placer ese cava almacenado en la nevera, preservado hasta que suba de categoría nuestro equipo favorito –y cuya botella vemos cada día−, que de un inesperado champagne. Hay caza todo el año, pero ese guiso otoñal de ciervo no tiene parangón el resto del año.
Conociendo el calendario se intensifican las experiencias, como bien saben quienes esperan ansiosos el fin del invierno para disfrutar de los primeros espárragos.