Domingo, 22. Día noveno
Pues mira, el coletas no ha quitado la misa de la tele. Decido darle una sorpresa a mi madre y prepararle un desayuno como de hotel, más o menos. ¿Se puede desayunar oyendo misa? ¿No había que ir en ayunas?
Hago el café, tuesto pan, estreno la mantequilla –esta vez no ha caducado−, saco del bote la Mermelada de naranja amarga con chocolate, que me regalaron las chicas de Elasun en agradecimiento por unos posts para que no sepa de qué es; si lo sabe, no se la tomará. Decido también cocer unos huevos duros.
Justo cuando suena la señal que avisa de desenchufar la maquinita aparece mi madre. Alucina al verla. ¿No sabes cocer los huevos como Dios manda? Coge uno y gracias a los callos de su mano apenas se quema. Lo pela con facilidad; le gusta. No está mal, dice, y le explico cómo funciona. ¿Y si lo quiero pasado por agua? Ni idea, respondo. En agua, era el tiempo de rezar el credo, me dice.
Pues lo tengo claro. Aunque siempre puedo experimentar con mi gallinita. Confirmo su tesis en las redes, pero encuentro dos credos, una largo y otro corto. Además, ¿no lo habían cambiado? ¿o era el Padre Nuestro? Acompaño a mi madre durante la misa, con los dos credos a la vista, para ver cuál es el bueno. ¿Pues no se sonríe la bribona cuando me ve a su lado? Eso sí, tengo que mirarla de reojo para saber qué toca hacer, como en los entierros.
Navego disimuladamente. Mi foto de Instagram, esa debilidad materna, tiene centenares de likes y decenas de comentarios. A favor y en contra. Hiperventilo. ¿Cómo justifico haber subido un cocido, sin los preceptivos trozos de gallina y morcillo? El pijo de arriba tendría berza, pero no las carnes. Me enrollo hablando de la Ruta del cocido, que se ha tenido que terminar antes de tiempo, la solidaridad con los hosteleros, la llegada de la primavera, etc. No parece que pierda seguidores.
Grita mi madre; que le ayude en la cocina. Me había olvidado de ella. Bate un huevo hijo mío, que yo no puedo por la artritis. Una sopa humea en la cazuela, no la de 20 litros, la mía, de apenas uno. Eso va a ir de extremos. Parece la del cocido, pero huele diferente… y bien. He echado esa verdura seca que tenías y también el trigo raro ese, me explica; lo que había. ¡Díos mío! Alga kombu y quinoa. Moderna por equivocación.
Bato el huevo y aprendo a empanar filetes: harina > huevo > pan rallado. Evito explicarle que no es pan rallado, sino panko. Muy usado en la cocina japonesa, se hace con miga –de pan japonés, obviamente, que lleva leche−, nunca corteza, que se pica fresca, en trozos irregulares y gruesos para secarse al horno. Se logra una textura más gruesa y es más digestivo, porque absorbe menos aceite.
Empanar –¿empankar?− no es tan difícil, una vez que se memoriza el orden. Abro una lata de piquillos y nos vamos a comer. No me resisto a fotografiar la sopa; eso sí, en un cuenco oriental y disponiendo con gusto los elementos. La guardo.
Mientras ella sigue a Marianico el Corto, perdón, Miguel Ángel Tirado, decido subir la foto. Y todo un discurso sobre la fusión de cocinas, la sopa de cocido y la cultura de los japoneses, el auge de la quinoa peruana. Mola.
Superado el fin de semana, mañana afrontaremos la ¿normalidad laborable?