Sábado, 21. Día octavo
Abro los ojos en el sofá. ¿Qué desayuna una persona de ochenta años? ¿Madalenas, tostadas, café con leche? Café, seguro, porque oigo la cafetera. Ya está en la cocina. En pijama –el único, precisamente me lo regaló ella por si algún día tenía que ir al hospital− me acerco a la cocina. Ahí está, tan tranquila, mojando pan duro en el café. Y yo preocupado.
Hijo, esta cocina será muy mona, pero no hay de nada. ¿No tienes despensa? Falta de todo. Le explico que no ha visto los estantes altos –no llega−, pero ni caso; mejor, tampoco es que haya mucho. Ha preparado una lista de provisiones como para un año. Le explico que no puedo comprar todo eso y me salta con que tiene ahorros, que apenas gasta nada de la pensión.
Aclarado que se trata de un problema de transporte, llegamos a un consenso. Pero ante el jamón no recula: hace falta un jamón en casa, entero y verdadero. Como si fuera sencillo trajinar con un jamón.
No recuerdo ver jamones en el super. Cojo la maleta y la lista, una vez reducida, y piso la calle de nuevo. Son las nueve, apenas hay nadie. En el super me hacen ponerme unos guantes de plástico, mal rollo. Los empleados llevan mascarilla, y los pocos que estamos guardamos la distancias, mirándonos de reojo. Parece una película de terror.
Atasco en el estante de las verduras. El personal masculino no se aclara con lo de coger las piezas, pesarlas, darle al numerito, sacar el papel y pegarlo. Me acerco a uno que parece más habilidoso para ver cómo funciona el asunto y me increpa. Opto por los paquetes: de patatas, de cebolla, de ajos; las bandejas: de caldo, de zanahorias, de remolacha… Cojo también pasta fresca, pizzas refrigeradas, salchichas, y más pescado, mucho pescado, que es sano para los ancianos.
No encuentro ningún jamón. Parezco un alma en pena por los pasillos, calculando cuánto material cabrá en mi maleta. Pregunto a un dependiente a metro y medio de distancia. No hay jamones…, pero lo puede encargar. Que lo haga, mi madre es muy insistente. Pero hasta entonces me llevo una maza −¿por qué se llama así?− deshuesada.
Efectivamente, me he pasado con el volumen. Compro dos bolsas y las ato al asa de la maleta. Mal que bien llego a casa, tras acopiar pan para congelar y salir menos. Que no se me llame insolidario.
Huele extraño cuando entro en casa. Como a bar de carretera. ¡Cocido, mi madre ha hecho cocido! Los garbanzos se iban a pudrir, me dice. Cierto, llevaban en remojo desde la noche del jueves. ¿Y el resto? ¿De dónde ha salido el tocino, la morcilla, el chorizo…? Los traje yo ayer, en la cazuela, me dice, total, se iban a perder en casa de tu hermana.
¿Y la berza? Me la ha prestado el vecino de arriba, dice tan tranquila. Le habrás comprado una, ¿no? Sácala del carro y súbesela. No tengo carro le explico, mientras soporto su cara de sorpresa al verme abrir la maleta. Y tampoco tengo berza. Me mira como si la vida fuera imposible sin la compañía de una berza. Afortunadamente no ha aprovechado los veinte litros de la olla.
El vecino de arriba, el presidente de la casa. El más pijo de la escalera, qué digo del edificio, de la manzana. El que toca el tambor a las ocho en vez de aplaudir, el que quiso poner un vídeo portero para mayor seguridad, el empresario de éxito. ¿Cómo es que tiene berza en su casa? Le llamo para disculparme y me dice que no me preocupe, que mi simpática madre −¿retintín?− le ha prometido un tuper con cocido.
Por cierto, interrumpe mi madre, ¿dónde tienes los tupers? Le he prometido un poco de cocido a tu vecino tan amable.
Resignado, pongo la mesa en el salón. Al menos mantendremos las formas. La verdad es que el cocido está rico, ¿y los fideos? También del vecino, dice mi madre mientras sorbe la sopa.
¿Por qué le haces una foto al cocido? Pregunta mi madre. La cabra tira al monte, pienso, pero le respondo que para inmortalizar este momentazo madre-hijo. Casi llora y yo también pensando en lo que se avecina. La radio dice que prolongarán el estado de sitio, perdón, de alarma.
Le pongo la serie de Marianico el Corto, que la reponen en la tele, mientras trajino con el móvil. Miro la foto, dudo, aplico filtros, sigo dudando… la subo a Instagram, sin ningún comentario, por si acaso.
Dice el presidente que quince días más. Ni me imagino la Semana Santa con el de arriba tocando el tambor.
Nos cenamos la pizza. Bastante mala. Qué modernos, pizza, dice mi madre. No me atrevo a entrar en las redes.