Domingo, 29. Día decimosexto
Todos los restos no. Al preparar el desayuno a mi madre, antes de que vea la misa, me encuentro con la clara de huevo en el frigo. ¿Qué se puede hacer con una clara de huevo? Consulto a oráculo: e Internet me dice, entre varios anuncios –jamoneros, patatas, recetarios, ollas exprés, cazuelas de barrro, carritos de la compra… −, que puedo hacer bizcochos, merengues, tortilla –apta para deportistas y dietas hipocalóricas−, leche merengada, mouses, merengues. También congelar: la meto en un bote y congelo. No está el horno para claras.
Tras la misa, temprano vermú. La existencia de cervezas va en franca mengua. Rebusco en la nevera y encuentro un Sake Takara Mio; es espumoso, me lo aplico. Por más que sea «dulce, de fina burbuja, con suaves aromas frutales. Carbónico endógeno producido mediante una segunda fermentación en botella», no me dice nada. Pero algo tendré que subir a Instagram. Brindo al mundo, y de paso le recuerdo que YO sí he estado en Japón y la mayoría de ellos, no.
A mi madre le gusta. Con renovadas energías decide abordar ya el asunto de la paletilla. Pela patatas, pelo; cortalas en rodajas finas, corto; sala, salo; ¿Pimienta?, sugiero: ni se te ocurra. Mira a ver si tienes tomillo o alguna otra hierba. ¿Será lo que pienso, querrá esa hierba? Me hago el loco y sí, tengo tomillo ecológico del mercado de los sábados.
Enciende el horno. ¿A qué temperatura? Al 2, me dice. Mamá, este horno no va con números, sino con grados. En el mío lo pongo siempre al 2, y luego al máximo, al 8, para que se tueste y quede crujiente.
Toca regla de tres. Si el 8 son 250º −¿llegará el horno de mi madre a tanto?− y el 1, 50º, por usar las referencias del mío, el 2 sale, así, a 78,5º; ahora resulta que mi madre lleva cocinando toda la vida a bajar temperatura. Giro la ruleta hasta su sitio y a esperar, más instrucciones.
Como una hora después, después de inspección visual y táctil por parte de mi madre, subimos la temperatura al 8, perdón a 250º. Mientras la paletilla se turra, nos centramos en la ensalada. Sencilla, lechuga trocadero, cebolla dulce –de Fuentes, no, que no es época−, olivas negras de Caspe y un ajo picado.
Está de muerte. Hacía siglo que no pillaba una paletilla con su hueso incluido, para rascar a gusto. Lo cierto es que en la mayoría de sitios que frecuento parece que cocinan la carne para desdentados, que si lingote deshuesado, steak tartare, hamburguesas, chuletones ya cortados. Tendré que reflexionar al respecto, pero no con la barriga llena a rebutir.
Tras la siesta mi madre me pregunta si puede hablar con la maquinita con sus amigas. Ni idea. Las voy llamando. Maripi, algo sorda, me pasa con su hija y coordinamos el Skype. Pili vive sola y no tiene portátil. A Piluca también le conecta su hijo, mientras que María Pilar, profesora jubilada, se desenvuelve medianamente bien con las tecnologías, especialmente porque su hijo vive en Bruselas y así se comunica con él.
Finalmente, consigo conectar a las cuatro y pongo en manos libres el móvil, para que al menos Pili pueda oir. Imposible, es como un gallinero, pero de aves sordas, que se atropellan entre sí, superponen las conversaciones y alaban los adelantos de estos tiempo.
Una de ellas suelta la idea genial. Ya que estamos, podríamos jugar la partida. Trato de explicarle lo imposible de su propuesta. Que por más que todas tengamos baraja en casa, todas deberían tener el mismo orden, lo cual resulta muy improbable, tanto como que este virus desaparezca solo.
Ni caso. Cada cual ha agarrado la baraja y se han puesto a jugar al rabino. Y mi madre aún me pide una liberta para ir anotando los puntos. Desaparezco.
Sin portátil recurro a la Tablet y repaso las redes. Mucha solidaridad, sí, pero poca chicha. Muchas recetas, pero todas básicas, para alimentarse, no para trascender de la mera ingesta física de nutrientes. Me deprimo un poco.
Mañana sabré si soy esencial, al menos para alguien más que para mi madre y mis miles de seguidores.