Jueves, 9. Día vigesimoseptimo
Los garbanzos no cayeron, salvo por su propio peso. Imposible comerlos, imposible triturarlos –por poco se disloca el tercer brazo, manco de potencia−, así que a la basura. ¿Tirar comida? Ni se te ocurra hijo, es pecado, y más en Jueves Santo. Cierto, lo del jueves, no lo del pecado, pero… Dáselas a las palomas, y antes de que venga el cuervo y se las robe. Me hace colocar en el balcón un bol con los restos de los garbanzos. Así se envenenen esas ratas con alas.
¿Qué hacen los devotos confinados en un día como este? La televisión: la dejo entre los canales numéricos y los reportajes de aquellas Semanas Santas de cuando se salía a la calle. Aunque bien visto, podría ser peor. Si no llega a lloviznar el sufrimiento de los cofrades se multiplicaría exponencialmente. Sol para procesionar, encerrados en casa.
Le propongo una cena al modo bíblico, con su cordero pascual y demás. El sábado, hijo, el sábado, que todavía es vigilia. Pero ellos sí comieron carne, madre. Eran otros tiempos y además la que manda es la Santa Madre Iglesia. Punto.
Reviso las provisiones. Encuentro corvina, que estaría perfecta en forma de ceviche, pero no me atrevo ante las reticencias de mi madre hacia lo crudo. Tampoco sé hacerlo, por otra parte, por más que, al ser cocina popular, no se antoje complicado.
Entre paso y paso, tambor y bombo, consulto con ella, que jamás había visto una corvina en su vida. Si es como una merluza, se hará como una merluza, sentencia. Obvio, pero ¿Cómo se hace una merluza entera? Pareces tonto, hijo, ¿Te cabe en una cazuela? Al horno hijo, al horno. Con patatas, como si fuera ternasco, pero menos tiempo. Y se vuelve a la procesión.
Parece que confía en mí o que su devoción va por delante del paladar. Consulto las redes y descubro que además de patatas se puede añadir cebolla, tomate, ajos… No es verano, no tengo tomate. Puedo usar uno de esos secos de Caspe, buena idea. Y, afortunadamente, la receta es clara dentro de un orden: 180 º y 20-25 minutos. Y por la foto, el tamaño es similar a la mía.
A las dos entra mi madre. Voy a hacerte el pescado, hijo. Ya está hecho, creo. Pero si todavía es la una. No madre, señalo el reloj, son las dos, tu hora de comer –que respeto religiosamente como ella los oficios−. Me enseña el de su pulsera: es la una, hijo. ¿Cambiaste la hora? ¿Qué? La hora se retrasó hace dos sábados: a las dos se hicieron las tres. Ya me parecía a mí que tenías unos horarios muy raros, replica. Y tu una son las dos, la hora de comer, contrarreplico.
Ni caso, no se molesta en cambia la hora. Abre el horno que, afortunadamente, huele bien. Aliñamos una ensalada y damos cuenta de la corvina que, salvo el exceso de sal y de cocción, se deja comer. Los tomates, que están aún más secos, amén de turrrados, no.
El gen materno se ha impuesto sobre la frugalidad y sobra pescado para varios días más. Lo voy a congelar, le digo. Quieto ahí: croquetas para mañana, ordena. Mientras me hace separar los trozos de pescado, vuelca las espinas, la piel, el caldo y los tomates en su olla. Añade agua y la pone al fuego. ¿Qué haces? Caldo. Y se vuelve a la tele. Ciertamente, esta mujer aprovecha todo.
Croquetas, por cierto de origen francés, aunque aquí sea donde se han convertido en alta cocina. Presumo de ser el mayor especialista en croquetas no de la ciudad, sino casi del país entero. Conozco todos los recodos, los bares y restaurantes, quién las compra y quién las elabora en su cocina, los que las fríen cuando se piden y aquellos que las dejan agonizar bajo la vitrina. He sido y soy jurado en todos los concursos. Gemma del Caño es una aficionada a mi lado. Hasta los de Croquetarte me llamaron para que les asesora con su franquicia y varias de sus creaciones son idea original mía.
Las he probado cuasilíquidas, cremosas y, por supuesto, mazacotes merecedores de cárce o al menos exilio. Pero también las de jamón del restaurante Solana en Canabria, las mejores de jamón del mundo, según dijeron en Madrid Fusión; las tradicionales de Echaurren en Ezcaray, donde el hijo jamás superó a la madre; las cuadradas de Casa Gerardo en Prendes, mientras llegaba la fabada; obviamente, las líquidas de Adrià.
De jamón, de bacalao, de carne, de merluza, de cocido, de chipirón, de marisco, de pollo, de chorizo, de chistorra, de longaniza, de borraja, vegetarianas, veganas –sin leche, obviamente−, hasta de marihuana. Pero jamás de patata, eso no son croquetas.
Aunque la verdad, jamás he hecho una. Teoría, toda; práctica, nada. Mañana será el gran día, aunque no retengo ningún recuerdo de las croquetas de mi madre.