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Viernes, 10. Día vigesimoctavo

Hoy es el día, más de gloria, que pasión, espero: mis primeras croquetas. Mi madre se sube al taburete de la cocina, dispuesta a disfrutar de su papel de artrítica. Parece antes un árbitro de tenis, o como se diga −¿juez de pista?− que una madre. Le pongo la gorra, ya puestos

Ora mira a la derecha: cebolla, harina, leche, huevos, pan rallado –panko, pero no lo sabe− los trocitos de la corvina, perfectamente desespinados, espero. Ora a la izquierda: sartén, cazo, bandeja de cristal, cuchara de madera, dos cucharas soperas metálicas, rallador, tres platos.

Comienza el partido. Primer set. Ralla la cebolla. ¿Cebolla en las croquetas? Es para que no te salgan grumos en la masa, que te temo. Rallo y callo. Pon aceite en la sartén, como una taza. ¿No se hace con mantequilla? Yo no, por consiguiente, tú tampoco. Sofrío la cebolla hasta que se queda como transparente. Añade la harina, un tazón. Y revuelve sin parar mientras me repaso otra vez este Hola viejo –retintín, se lo compré la semana pasada; mañana tendré que salir a por el nuevo−. Que no se queme y vigila la leche, que no hierva.

Me va quedando una especie de engrudo, lo que viene a ser un roux de toda la vida, pero en castizo, con aceite. Desde su banqueta da el visto bueno. Vamos ganando el set. Echa le leche, poco a poco, sin parar de remover. Difícil, dos manos para sujetar cuchara, cazo y sartén: el dichoso roux se escapa por la vitro; menos mal que la jefa está enfrascada con las cuitas de la viuda de Carlos Falcó –gran hombre y pionero, me impresionó cuando lo conocí en una cata de sus aceites− y parece no enterarse. O quizá disimule; la vitro estaba limpia y desinfectada con abundante lejía.

Vuelve el roux a la sartén y el señorito a la cuchara, viendo espesar la leche a gran velocidad. Baja el fuego, echa más leche, remueve, exclama ella sin dejar de mirar a la viuda. Echa sal, poca, una cucharadita, que yo lo vea. Y ahora, el pescado. Lo añado y sigo removiendo. Baja del pedestal, lo prueba, se da la vuelta y se dirige a la nevera. ¡No eches pimienta, que te conozco! Y vierte la masa en la fuente de cristal.

Toma, y me acerca una cerveza artesana, Pyrene, de El Grado –la última por cierto−, tendré que pedir, que hay que ayudar a los que empiezan, especialmente en los pueblos. Tapamos la fuente con filme transparente. Así no se hace costra; antes poníamos un pañito, qué adelantos. Pégalo bien, que no quede aire. Superado el primer set: descanso de tres horas, al menos.

Le enseño el skrei que compré. Bacalao fresco, mamá. ¡Que va a ser eso bacalao! Te han timado. Mamá, el bacalao es un pescado, se salaba para conservarlo cuando no había neveras. Un reportaje en las redes apenas le convence, pero, buen remedio, da el placet a la comida. Hazlo como ayer, que me voy a los oficios televisivos, pero sin ese tomate sunsido, hijo; y hoy da igual que te pases con la sal, así parecerá que es bacalao. Lo es mamá, lo es.

Lo bueno de escribir un diario, es que lo puedes leer. Así que me leo a mí mismo, me plagio y hago el bacalao fresco tal cual, pero sin el tomate de Caspe. Aceptable.

Ya por la tarde volvemos a la pista. Se sienta en su puesto y avanza lo que viene: dar forma a las croquetas, Segundo set, que apunta a ser más largo de una final del Roland Garros.

Pon harina en el plato 1. No te fastidia, los ha numerado; parece que le está cogiendo gusto a esto. En el dos, bate dos huevos, muy batiditos. Y en el tres, el pan rallado que, por cierto, tiene muy mala pinta, como poco tostado, tendrás que cambiar de marca. El panadero del pueblo hace uno muy bueno con las barras que le sobran. Como si no me acordara: regla mnemotécnica: orden alfabético: Harina > Huevo > Pan rallado.

Todo a punto. Descartada la cuchara del helado, por los antecedentes y la posible tarjeta amarilla, o como sea en el tenis, me explica desde arriba. Se hace con dos cucharas: coge la masa con una y te ayudas con la otra para darle forma. Lo hago y sale una masa, más o menos elipsoide, cual diminuto balón de rugby. Al bañarla en la harina logro una forma parecida a una croqueta. La paso por el huevo y luego por el pan rallado. Sonríe la madre.

Ves hijo: llevas las manos pringadas, las cucharas todas mezcladas de harina, huevo y pan rallado. Y a este ritmo nos va a dar la noche, por mucho que hayan cambiado la hora. Primero hacemos –haces− las croquetas. Acato la orden. Las primeras seis croquetas es divertido, al ritmo del chic-chac de las cucharas, pero el resto…

La necesidad aguza el azar o, al menos, la memoria. Fue durante una visita a una escuela de hostelería o quizá en la cocina de un bar. Hacían una especie de rollo con la masa, sobre una mesa con harina, y luego lo iban cortando en cilindros, que terminaban de conformar con más harina. Se lo propongo a las alturas. ¡Vade retro Satanás! Jamás de los jamases.

Pero allá por la croqueta vigesimoctava, tantas como días de confinamiento, y con apenas media fuente de masa conformada, accede a probar. Pues no le gusta el truco profesional… Le permite dar forma a las croquetas a pesar de su artritis. Set superado. Dos a cero, toma Nadal.

Cuento las croquetas. 61 nos han salido, impar y primo. Largo descanso, pues además de aplaudir a las ocho, soportando el tambor del vecino y un bombo en la lejanía, los católicos tienen otra cita a las nueve. Se lo ha dicho mi hermana, hay que salir con una vela al balcón.

Sí, sí tengo velas. Una cuarentena nada menos, residuo y recuerdo de una tarta de cumpleaños, que guardaba no sé para qué. Con la excusa de proveerle desde la retaguardia, evito salir al balcón y le voy pasando velitas encendidas de dos en dos, mientras me aplico una copa de cava.

Apenas se ve otra vela en la lejanía. Vaya calle de ateos, mucho tambor, dice, pero poca devoción en forma de velas. Que, indefectiblemente caen, una vez marchitas, en mi maceta de fresas. Dos, las fresas; diez las velas, pues mi madre se enfada y vuelve dentro. Barrio de poca fe, concluye.

Menos mal que nos quedan las croquetas. Freímos una veintena –en abundante aceite, ya lo retengo, pero de oliva; nada de girasol− y nos damos un homenaje, complementado con cava, semiseco, para mi madre −lo siento Ludmila− y brut nature para mí.

Mañana será otro día. De gloria.

En días anteriores…