Viernes, 24. Día cuadragesimosegundo
Vaya día. No llaman del seguro, seguimos con el agujero; el pedido no llegará hasta bien entrada la tarde, que no llegan a todos y hay confianza; el jefe me da puente, con lo que no tengo faena que hacer…
Y para colmo, no puedo separarme mucho del baño. Una incontinente diarrea me tiene atado a la taza. ¿Es un síntoma del Covid-19? Porque tampoco huelo en exceso, yo que presumía de una nariz capaz de apreciar el porcentaje de chocolate negro en cualquier vino de calidad, especialmente si estaba bien añejado.
¿Habré pillado el virus? Sin termómetro −el rango de temperaturas del que tengo para el horno comienza en 50 grados, con lo que no me sirve de nada− para medir, recurro a mi madre. De chiquillos siempre intuía la fiebre con apenas tocarnos la frente.
Caliente sí estás, hijo. Aunque me temo que la que está fría es ella, con su edad y la artritis… Llamo a mi hermana, que parece que se ha aliviado la presión sanitaria. No contesta; el cuñado, tampoco.
¿He de asustarme? No soy de natural hipocondriaco, pero se están yendo tantos del sector. Cierto que el Marqués de Griñón o Alfonso Cortina –sí, además de financiero y constructor, también era bodeguero: Pago de Vallegarcía−, y que el primer batería de Tako, Pedro Segura, lo ha hecho de pancreatitis, pero…
Busco síntomas en la red. Aguanto la respiración más de diez segundo; incluso quince. Pero toso, quizá porque fumo más en este confinamiento. No sé, no sé, esto de no oler.
No quiero alarmar a mi madre, pero decido encamarme. Y descansar.