En 1998, Spencer Johnson publicó un librito de 106 páginas titulado ¿Quién se ha llevado mi queso?, que un año después fue editado en español. La base del trabajo es la reflexión sobre una ficticia interacción de ratones y humanos, con abundante provisión de queso, que no advierten que las circunstancias cambian y acaban haciéndose la inquietante pregunta, tarde, cuando ya no tienen queso. Obviamente, nos encontramos ante una parábola de aplicación básicamente centrada en el mundo empresarial, pero ampliable a otros ámbitos de la vida en este valle de lágrimas.
El bombardeo mediático, dirigido por concretísimas agrupaciones de poder e ideología, repite la consigna –por favor, no digamos mantra, que es un método meditativo desde Patañjalí, del siglo III a.C.– de que es justicia social que quienes más tienen más paguen, negando dos evidencias: la riqueza es fruto del trabajo en ocasiones, aunque en muchas más de la rapacidad amparada por el poder, y la creación de trabajo y bienestar depende de la inversión de los ricos, aunque demasiadas veces es artificio de la arbitrariedad del poder, cuando se hace repartidor de pobreza. A mí me parece que la justicia social se basa justamente en lo contrario: quien menos tiene, pague menos. Y obviamente no es lo mismo.
Cuando se reflexiona sobre la recaudación fiscal, muchos buscan la venganza de su fracaso, pobreza o incapacidad –sobrevenida o cultivada por indolencia– en castigar a los ricos, sin pensar que la mayoría de esos ricos son quienes controlan la sociedad y de que la rapacidad de la Administración se ceba, como siempre ha sido a lo largo de la historia humana, en el grueso del pueblo, en la mayoría, cegada al mirar de dónde salen realmente los recursos fiscales, negándose a mirar de frente la realidad: de ellos.
El paradigma de los precios alimentarios
Hace años Gastro Aragón nos facilita, sin comentario alguno, pero con la extrema dureza de los datos numéricos, la evolución del Índice de evolución de precios de productos alimentarios desde su origen hasta el destino, el sufrido consumidor. Con su permiso, me he tomado la libertad de tomar tales datos de los últimos seis años y ordenarlos en forma de tabla, para que la contemplación de los números nos hable, nos grite, en qué margen de libertad económica nos movemos y, sobre todo, lo hace la Administración, que en la medida en que aumenta sus medios económicos controla, o es capaz de controlar, nuestras vidas, limitándolas y dirigiéndolas.
Les sugiero que echen una ojeada a la tabla adjunta. No hay que ser un perito sociólogo ni experto contable para descubrir en la maraña de números tendencias generales y algunas cifras sorprendentes.
Vayamos primero a las columnas de la derecha. Lo primero que destaca es la llamativa estabilidad de los precios del pollo; si se sigue la pista de su cría se sabe que el factor de conversión –kilogramos de alimento utilizados para producir un kilogramo de carne lista para consumo– y el ciclo de cría, son muy cortos y además que el proceso se realiza básicamente en régimen de dependencia absoluta de grandes empresas que proveen pollitos para criar, que cuidarán autónomos al servicio de la gran empresa, que recoge los animales ya criados, los sacrifica y posteriormente lanza al mercado mayorista. En el proceso se han dado prácticamente solo tres pasos, con acumulación de plusvalías mínimas y aplicación intermedia de IVA reducido –10%, según vigente actualización de la Agencia Tributaria de 5.11.2019, que se aplicará en sucesivas consideraciones– y final de superreducido del 4% sobre todos los gastos previos que se aplica al comprador final.
Con el cerdo ocurre algo parecido, pero con la diferencia de que los criadores autónomos están más diversificados, lo que genera mayor dispersión de costo intermedio, lo que en ocasiones se modula con importación de producto extraespañol, con objeto de regular los precios de compra por mayoristas.
Lo mismo ocurre con la carne de vacuno, aunque con un matiz, que es la relativa estabilidad de una tasa nada despreciable de importaciones de canales o piezas extraespañolas desde hace tiempo.
El plátano, de producción mayoritariamente nacional y procedente de localización geoclimática estable y continua –Canarias–, muestra una tendencia similar, con sesgo hacia el alza hacia 2017-18, que se corrige con la importación masiva de bananas –raza cavendish– de origen parcialmente iberoamericano o africano; estos ligeros quiebros introducen modificaciones adicionales en el comercio mayorista, lo que explicaría algunas fluctuaciones llamativas en los precios finales al consumidor.
Exactamente lo mismo ocurre con el precio del pimiento verde, relativamente independiente de la estacionalidad, a diferencia de muchas variedades de rojo, porque procede de pocas macroexplotaciones de empresas básicamente situadas en el sudeste peninsular. La primera lección que se podría sacar del estudio de las cinco columnas de la derecha consideradas, es que la estabilidad en los precios de venta al consumidor final, gravada por los costos intermedios de negociación, almacenamiento y especulación, depende en gran medida de la concentración en pocas manos del proceso de producción y distribución. El precio final va gravado con el mismo IVA superreducido, que ya absorbe en parte el margen del vendedor final cercano al 30% del precio mayorista, pero que tributa por conceptos adicionales; la tributación sobre el precio final de venta sería cercana al 20%.
En el lado opuesto están las dos columnas de la izquierda de la tabla de IPOD: calabacín y lechuga. Es obvio que se han escogido para toda esta reflexión casos extremos, para ver claramente el proceso. Las dos hortalizas escogidas se generan en régimen mixto de cultivadores de notable peso laboral y también cultivadores de menor entidad, con un agravante a la hora de valorar el riesgo, que es la dependencia notable de condiciones climáticas e hídricas, mucho mayor para la lechuga que para el calabacín, que admite cultivo amplio en invernadero. Y la combinación de producto dependiente de la climatología, diversificación de los productores de origen y la no menos importante relación del juego oferta-demanda alterado por exportaciones a zonas con restricciones comerciales hacia determinados productos españoles, o políticas proteccionistas o bloqueos comerciales de motivo estratégico más amplio, como la relativamente reciente campaña del calabacín y el mercado ruso, por ejemplo, se conjura para permitir el abuso mayorista y especulación de precios que no van a beneficiar al productor –que ya soporta un IVA reducido del 10% en semillas, productos fitosanitarios y fertilizantes, por ejemplo–, generando una bruma de precios que explica los altibajos, en ocasiones escandalosos, de los precios de venta final.
En tal caso no es responsable el productor, ni el mayorista ni el detallista, sino el intermediario especulador; pero como cada salto en el precio genera una ganancia tributaria, la ausencia de un cierto mecanismo de limitación o control, sin necesidad de mecanismos suicidas de control regulador férreo –no estamos en los afortunadamente pasados tiempos del Servicio Nacional del Trigo, extinto vía INAGA en los años 70 del siglo pasado– traslada el abuso comercial al consumidor final, que pierde y la Administración, que gana. El caso de la patata, que se ve en la tercera columna por la izquierda, resulta especialmente escandaloso. Si miran lo ocurrido en los años 2014-15, no piensen que están ante una errata, sino ante un desafuero comercial masivo; la política de modificación de precios por parte de especuladores mayoristas, con importaciones masivas de patata francesa y en parte alemana –seguimos dependiendo mayoritariamente de la importación de patata francesa– que produjeron subidas intolerables de precios y simultáneamente la ruina absoluta de los productores españoles, muchos de los cuales acabaron renunciando, y para siempre, a la producción del tubérculo, vendiendo a pérdidas al tiempo que el precio final y el IVA consecuente se disparaba.
El salto del IPOD
La cosa es muy simple: cuantos más eslabones tenga la cadena que une producción, comercialización y consumo final, más saltos de ganancia para la Administración y para los mayoristas especuladores. Todos ganan más, con un límite: cuando el monedero se vacía, aparece el trueque, la pobreza y el hambre. Y el automantenimiento de la Administración acaba recurriendo inevitablemente al aumento en la presión fiscal… No derivemos a la política.
Pero la situación del productor de nivel medio o modesto empeora cada día. Los gastos fijos del productor aumentan paulatinamente por el incremento de los precios de recursos sanitarios, fertilizantes y de semillas, que devengan un IVA del 10% en promedio. Pero si aumenta la producción, el precio de lo producido baja y consecuentemente la rentabilidad baja para el pequeño y mediano productor –no hablo de los grandes cultivos o el caso paradigmático de empresas que controlan y son dueñas del proceso casi íntegro de la cría de animales de abasto–. Las tractoradas, manifestaciones masivas, interrupciones de tráfico, abundancia de expresiones ofensivas –no diré que inmerecidas– y otras iniciativas similares carecen de utilidad para el pequeño productor; son el pataleo de la impotencia que además irrita a la población general, tan víctima como ellos de los gravámenes especulativos y administrativos. Pero la carcoma de la desunión y de los grupos de matiz claramente seguidista de opciones políticas, hace que el pueblo en general seamos cada vez más dependientes de decisiones comerciales y administrativas que de ningún modo podemos controlar y que la oscuridad del futuro aboque a la destrucción de la iniciativa laboral y empresarial agropecuaria, esa expresión cínica y estúpida que ahora se concreta como España vaciada. Andan por ahí sueltos próceres que creen que poniendo banda ancha en todas las aldeas el vacío rural se colmará; algunos de ellos incluso lo creen de buena fe. Vuelvan a mirar, por favor, la tabla. Imaginen que están cultivando lechugas y que el intermediario le va a pagar cada una de sus plantas a 30 céntimos –ya sé que es puro optimismo– y luego vayan a la verdulería pagando cuatro euros por esa misma hortaliza. ¿Por qué caminos se ha desviado la ganancia generada?
La sisa medieval
La sisa es uno de los muchos impuestos que los dirigentes nobiliarios y eclesiásticos imponían a los súbditos, que no ciudadanos, con especiales matices en el caso del enriquecido pueblo judío, ya detestado por reyes y pueblo llano en tiempo del rey godo Sisebuto, segunda mitad del siglo VI.
La cosa está clarísima: cuando te arrebato el dinero, con excusas de guerras por sufragar, obras públicas que acometer, defensa del territorio y del orden, etc., limito tu libertad y en la misma medida aumento la mía. Y eso se puede hacer con variadas intenciones. Por ejemplo, la dotación de un bien público como la traída de aguas por la construcción de un acueducto, requiere el esfuerzo fiscal general, pero revierte en forma de bien para toda la población que ha contribuido a ello con un esfuerzo fiscal decretado. Pero la construcción de un castillo señorial y mantenimiento de unas tropas que protejan al señor que ordena un impuesto especial, aumenta la capacidad de disponer de los súbditos por el recaudador y al tiempo disminuye la capacidad de defensa de los mismos. Claro como el caldo de un asilo.
Sin contar con la sobrecarga fiscal de los combustibles para automoción –mayor del 50% del precio de venta– o la energía eléctrica –fluctuante alrededor del 30% del precio pagado–, ni los impuestos municipales, autonómicos y de todo tipo de actos documentales y administrativos –me limito a la alimentación– es bien conocido que los ingresos por Valor Añadido de la alimentación suponen, no solo en nuestro país, más del 30% de los ingresos fiscales de la Administración.
Me limito a contárselo, porque las soflamas político-fiscales se quedan para la barra del bar; ni siquiera saldrán en las pantallas televisivas. Perdónenme la insistencia: miren los números de la tabla y luego saquen sus conclusiones.