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TINTA DE CALAMAR. Holocausto

Tinta de calamar Joan Rosell

CULT El Gran dictador

Parecía que los tiempos estaban cambiando.

El partido Nacional-Veganista había subido al poder hacía poco tiempo debido a unas elecciones más o menos legítimas. Los vezis, se les llamaba por la calle vulgar y despectivamente cuando ellos no se enteraban, pues en verdad… que los tipos tenían malas pulgas.

No tardaron estos vezis en demostrar realmente de qué palo iban y al poco tiempo comenzaron a integrarnos a los comecadáveres como ellos nos llamaban, en guetos.

El líder del partido Adolfo Fruttier, no veía bien que nos juntásemos con lo que él llamaba la raza herbaria.

Se comentaba que Adolfo había subido al poder tras un atentado como se suele llamar de falsa bandera.
Un terrible incendio había acabado con el mercado nacional de frutas y verduras, y Adolfo nos culpaba a nosotros, a los omnívoros. El resultado no tardó en aparecer. La mayoría del pueblo, completamente engañados por Adolfo –gran orador, un encantador de serpientes, vamos–, se alistó con plena convicción al partido Nacional-Veganista y en pocos meses parecíamos… no sé… el enemigo.

Poco a poco, la propia sociedad fue invitándonos a abandonar nuestras costumbres omnívoras y a alimentarnos de calabacines, patatas y cosas verdes.

Se decía que en las plazas de algunos de algunos pueblos, habían preparado grandes pilas de recetarios de cocina sobre carnes, aves y pescado y les habían prendido fuego en una inmensa pira, ¿pueden creerlo?

Varias carnicerías habían sufrido terribles atentados y la granja de gallinas de mi vecino había amanecido un día vacía. No quedaba dentro ni un solo Gallus domesticus.

Por no mencionar las pintadas en las paredes de nuestras casas como «El que coma carne que se reencarne» o «El que come animales es responsable de sus males», cosas de ese estilo.

Al final los vezis parece que han entrado en razón y nos están viniendo a buscar para llevarnos a otros lugares donde según ellos vamos a vivir mejor y a nuestra manera y con nuestras costumbres.

Menos mal, porque los vecinos ya no sabíamos a dónde iba a parar esta locura.

Al final resultará que no son tan mala gente.

Los primeros en salir han sido los carniceros, charcuteros, antiguos críticos gastronómicos, cocineros y pastores.

En el siguiente viaje me han empaquetado a mí con mi familia y vecinos, que nos dedicamos al antiguo negocio familiar de la lechería y los huevos.

Y en el siguiente vienen los apicultores. A ver si tenemos suerte, que tengo unas ganas de volver a comerme un buen bistec, que no se lo pueden ni imaginar.

Y esta vez… sin patatas, ni pimientos.

Ahora don Adolfo se ha sacado una frase nueva; siempre está con sus frasecitas de marras. Dice:

«Cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi huerto».

Ay… señor… desde luego, donde no hay mata…no hay patata.

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