Preocupación es el sentimiento que se apodera de mí desde hace cuatro semanas cuando hablo con algún conocido o algún amigo, propietario de un restaurante. Angustia es lo que él o ella siente ante su incierto fututo. Y es que la inquietud es tan grande como la inseguridad. Las amenazas son múltiples; las acciones a tomar, dolorosas. Afrontar los gastos corrientes, que -esos sí- son impermeables al virus. Ver como los días pasan y los vencimientos llegan. Gestionar los ERTES, con lo que ello supone de papeleo y de carga emocional. Esperar un día más la llamada de tu gestor bancario, para ver si sale aceptada tu solicitud de crédito ICO, o, lo que es lo mismo, para ver si hay disponible un respirador para tu empresa.
Hace unos cuantos años tuve, durante unos cuantos años, un restaurante. Disfruté muchísimo. Aprendí muchísimo más. Me puso, en muy variados aspectos, con los pies en una realidad y en una perspectiva del mundo totalmente nueva y distinta. Es una experiencia por la que cualquier humano en general y cocinero en particular, debería pasar. Que un restaurante es como el Vaticano, una confluencia espacio temporal en el que cielo e infierno se unen, lo descubrí en aquella etapa de mi vida.
¿Qué haría hoy, si fuera propietario de un establecimiento? La respuesta es: intentaría algo. Sí. Llegado a este punto de la crisis, con cuatro semanas de parón a las espaldas y una previsión que, por lo que se dice y por lo que no se dice, nos puede perfectamente llevar a julio, dejaría de mirarme al espejo de mi casa y volvería mi vista a las sartenes. Si mi empresa tuviera que extinguirse, evitaría con todas mis fuerzas que ese trance me pillase en pijama, con las chaquetillas en el armario, abandonada la lucha; resignado.
En estos momentos, un restaurante puede vender comida de dos formas, que pueden ser sumativas. La primera es articulando una fórmula para que el cliente se lleve el pedido a su casa, sin tener que entrar en el restaurante, junto a la puerta. Una pizzería, cercana a mi casa, enfocada en tiempos normales a la venta a domicilio, así lo hace, al igual que otro restaurante tradicional, también en los alrededores. En ambos establecimientos se informa a la clientela, mediante un cartel, de cómo proceder para minimizar el contacto entre personas. La otra alternativa es trámite las plataformas de distribución de comida a domicilio. Ya saben: Glovo, Just Eat, Uber Eats, Deliveroo, etc.
La opción de ofrecer tus platos para llevar no es una panacea, pero es eso: una alternativa cuya función ha sido considerada una actividad esencial por dos decretos en estado de alarma a falta de uno. Los condicionantes son muchos. Es verdad que la mayor parte de los platos de un restaurante gastronómico no están concebidos para ser puestos en una cajita y llevados a casa. Pero seguro que en cada menú o en cada carta hay algunos que pueden ser adaptados para ser consumidos en otro lugar, un poco más tarde. Es verdad que por el camino se puede perder algo de la esencia de tu cocina. Pero no es menos cierto que prestigiosos tres estrellas Michelin han diseñado menús completos para ser elaborados por un catering que servirá sus platos a cientos o miles de kilómetros de distancia, en trenes y aviones. Por otra parte, es real que estas empresas cobran al restaurador por sus servicios. Una cantidad fija trimestral si hablamos de Glovo y un porcentaje de ventas en algunos otros casos, pero es una comisión razonable, cuya repercusión también incluye al cliente, que paga algo más por el porte. Es evidente y así lo anuncian los primeros datos en España, que, en el caso de restaurantes gastronómicos o tradicionales, la cifra de negocios alcanzada mediante la venta a domicilio no tiene comparación con su facturación habitual, pero se trata de una medida paliativa, que permite la entrada de ingresos y que posibilita a empresa y empresario programar su actividad diaria con un mínimo de normalidad. Es muy probable que esta vía de negocio no permita que toda la plantilla se reincorpore a su puesto de trabajo, sin embargo, la actual situación hace posible el ensayo con una parte mínima de la brigada, a la espera de cómo responde el cliente.
Con la mayor parte de la sociedad confinada en sus domicilios, el tiempo dedicado a la cocina por los españoles se ha multiplicado y el consumo de comida en casa también. La disponibilidad de tiempo y la incertidumbre han impulsado la venta de algunos alimentos y han desplomado la adquisición de otros. Éste y otros cambios en el mercado de la alimentación, han ocurrido con la misma rapidez con la que nos hemos visto obligados a asumir una realidad que nadie hubiera imaginado. Se teletrabaja más que nunca. Se multiplican las clases online. Se realizan millones de comunicaciones de otra forma. Se consume más de algunas cosas y menos de otras y -resulta palmario- los canales y las fórmulas de compra y venta han variado, robusteciendo unos y haciendo imposibles otros. Pero hay algo que sigue inmutable. El virus de la hostelería, ese que hace que lleves una vida estresada, con jornadas que terminan todas las noches a horas intempestivas, con servicios que a veces parecen un ejercicio de funambulismo, con un negocio que quieres construir con cimientos macizos para poder volar ligero, con noches en blanco pensando en la nómina de tus trabajadores, … ese virus que te quita un poco de energía cada día a cambio de esa felicidad genuina cada vez que pones un plato encima de la mesa de pase, ése, ése precisamente es el que debe guiar tus decisiones y tus pasos estos días. Escúchalo otra vez. Déjate contaminar. Y actúa.