Como en todos los gremios, en la hostelería hay de todo. Irresponsables y profesionales sabedores de lo que estamos pasando, que han implantado las mejores medidas, las obligatorias y otras. Lo cierto es que la inmensa mayoría es consciente de su responsabilidad, como se constató en la manifestación del pasado domingo, donde una perfecta organización fue capaz de aunar la imprescindible distancia social con la libertad de expresión. Les va la vida en ello.
Este culpabilizado sector agoniza irremediablemente, sin que las diferentes administraciones sean capaces de encontrar soluciones, más allá de simples remedos, como las leves bajadas de impuestos o las ‘turísticas’ ayudas parciales que ahora –¡ahora!– comienzan a llegar a las cuentas corrientes de los afectados, ahogados por alquileres, hipotecas, deudas y ERTEs. Falta rapidez y empatía. Si al hostelero le cuesta un par de días decidirse por tal o cual cerramiento para su terraza, los papeleos se prolongan durante semanas, como se ha demostrado en los últimos meses. Y las soluciones eficaces urgen.
De momento no nos dejan consumir dentro de los bares y restaurantes –aunque sí en locales de juego–, pero no nos han prohibido, todavía, acudir a la hostelería, a nuestros cados, a las pocas terrazas que se mantienen abiertas o para recoger comida preparada.
Si no queremos un futuro desolador, sin hostelería en nuestras calles, es el momento de ser solidario, al menos quien pueda. De escaparse a tomar un café o una caña en la calle, aterido por el frío; de comprar ese ternasco laqueado, aunque guisemos como nadie en nuestra casa; de almorzarse un par de huevos fritos en esa terraza, aunque nos miren extrañados los viandantes. De consumir, de darles vida.
Con la mascarilla, sí; con distancia, también. Pero satisfechos de contribuir a que una parte fundamental de nuestra cultura, la de salir y relacionarnos, se mantenga viva en estos momentos tan duros.