Vaya usted a saber por qué, uno se siente pletórico esta semana. Quizá, una vez asumida la gravedad de la pandemia, consciente de que no disfrutará las navidades junto con sus seres queridos, sabedor de que viajará apenas nada en los próximos meses y entristecido por acudir poco a bares y restaurantes, haya decidido mirar de frente al futuro. Cara a cara.
Habrá vacuna, seguro, pero no retomaremos nuestras vidas, más o menos normales, hasta bien pasado el próximo verano. Así que debemos aprender a vivir de otra forma, solidarizándonos con los demás en la medida de nuestras posibilidades.
Si uno siempre ha pensado que la comida a domicilio era superflua, una frivolidad para quien se defiende en la cocina, ahora pide la paletilla de La Ternasca o disfruta del picnic del Cancook, además de los platos clásicos de la Parrilla o el Palomeque, por citar algunos.
Se acabó tomar el café en el despacho, al gusto de uno y sin necesidad de esperar. Cada mañana, a la calle, a pasar frío y a llevarse ese café, quizá no tan bueno, a la vera del ordenador. Los demás también tienen que vivir.
La cañita, con abrigo y bufanda, además de tapa, aunque no haya gana. Y el vino de la tarde, igual. El de la noche, en casa, obligado, pero con botellas de bodegas de la tierra, compradas en las escasas tiendas locales que las dispensan o a esos distribuidores de hostelería que se han visto obligados a reducir sus plantillas.
Además de las decenas de catas virtuales, visitas telemáticas a bodegas, compras por Internet directamente a los pequeños productores que han improvisado esa página, increíblemente fea y lenta, pero que es su única ventana al mundo.
Uno no espera ICOs que tampoco le concederían si los pidiera; lamentablemente tampoco suspira con inciertas reducciones de impuestos. Igual que otros siguen contratando sus servicios –que ya serán cobrados– trata de seguir trabajando entre iguales. Que solamente si nos ayudamos seremos capaces de salir adelante. Es lo que hay.