Que la gastronomía se sustenta en sus establecimientos es algo que venimos comprobando tristemente desde hace demasiados meses. Las restricciones de aforos y horarios debidas a la pandemia –no entraremos aquí si justificadas o no, que para todo hay– han provocado la desaparición de la mayoría de eventos, jornadas, rutas, etc. Obviamente las masivas, pero también las que ordenadamente discurren sin aglomeraciones, como las que se presentan en esta misma página.
De alguna forma hay que recuperar la vida, pues esto va para muy, muy largo. Conscientes de que gran parte del sector bajará definitivamente la persiana, quienes pretendan seguir en activo deberían retomar, a pesar de todo, sus tradicionales convocatorias. El aficionado, más o menos temeroso, con más o menos ganas de salir, sigue aquí. Probablemente aburrido de investigar en su cocina; descubrir nuevos productos de quinta o sexta gama; o equivocarse al atreverse con vinos comprados a través de Internet.
Pues la gastronomía es un acto social. Cuando vemos en un buen restaurante a un comensal solo, sentimos pena… o temor, por si resulta ser un inspector de alguna guía gastronómica. Lo que no significa necesariamente agolparse, apelotonarse. El cine es una experiencia singular porque se comparte, en silencio, con otros, la mayoría desconocidos. La comida también es colectiva.
De ahí que necesitamos volver, que nos llamen, que nos convoquen, que nos seduzcan. Tenemos que recuperar, en la media de lo posible, la alegría de la buena mesa. Y para eso necesitamos que nos vuelvan a llamar nuestros bares y restaurantes. Para almorzar o merendar, si es preciso; para tomar esa tapa, en un fugaz ‘desmascarillamiento’ en la mesa, ya que no en la barra. Más allá de ayudar para llenar sus muy mermadas arcas, los aficionados a la gastronomía queremos cariño, un poco de optimismo, esa luz al final del postre.
Nada será igual, es cierto, pero que al menos siga siendo medianamente vivo y divertido. En compañía de otros, respetando las distancias.