Una vez más, un hecho polémico, pero solucionable, genera espurios debates políticos, que, en realidad, reflejan más luchas de poder que miradas divergentes sobre un mismo suceso. Lo segundo es legítimo; lo primero supone perder el tiempo a la vez que fomenta una innecesaria crispación.
Lobos hubo y desparecieron. Como tantas otras cosas en nuestro entorno. La humanidad lleva milenios modificando a su conveniencia la naturaleza, aunque sea en los últimos decenios, debido a su gran escala, cuando los efectos son notoriamente visibles.
No sabe uno si hay que repoblar el monte con lobos, pero sí que hay que auspiciar la subsistencia de una ganadería extensiva, que cuida el monte y mantiene a la gente en el territorio.
Tampoco si resulta imprescindible prohibir su caza. Pero llega a intuir que no podemos alimentarnos exclusivamente de animales –cerdos, pollos, etc.– criados de forma intensiva en granjas diseminadas por nuestros pueblos. Que también contribuyen a fijar población, por cierto; y a atraer inmigrantes que trabajan en lo que nosotros no queremos.
Y muy probablemente las pandemias, las nuevas enfermedades, en animales y humanos, tengan que ver con la alteración de los ecosistemas. Pero hay que vivir y alimentarse, aunque sea mal y engrosando el bolsillo de unos pocos.
Así que el lobo de verdad, el que hay que analizar con detenimiento –y no es un problema autonómico, sino global, como tantos otros–, el que viene para quedarse –cazando o no– es el futuro de nuestro entorno. Los inmensos campos de soja en Sudamérica, las compras por parte de China de millones de hectáreas en África. Y, si se quiere, a escala más global, la necesidad de regadíos para producir un maíz objeto de especulación o la producción industrial de carne para alimentar a lejanos mercados, que un día prescindirán de nosotros.
Sí, viene el lobo. Y no sabemos, o no queremos, pararlo.