Como debería ser bien sabido, las tradiciones se crean en algún momento. Es decir, antes de alcanzar tal estatus fueron novedades o innovaciones. Hoy muchos disfrutarán del lanzón de san Jorge, como si fuera de toda la vida, cuando su origen se remonta a principios de los años 80, cuando se creó para conmemorar el recién nacido Día de Aragón.
Se sumaba así a la larga tradición pastelera de nuestra ciudad, y toda la península en realidad, que asocia postres a determinadas festividades, Semana Santa, Todos los Santos, Navidad, etc.
Sin embargo, no hemos sido capaces de generar un plato que se asocie con tan señalado día, como si pasa con el pollo al chilindrón para san Lorenzo en Huesca, por ejemplo. Y no será por falta de propuestas, pues precisamente en estas fechas, las huertas aragonesas ofrecen alguno de los mejores frutos, desde espárragos a alcachofas, pasando por bisaltos, guisantes o calabacines, que muestran lo mejor y más variado de la primavera hortícola.
Quizá, pues, deberíamos reivindicar alguna menestra como plato señero para nuestra fiesta autonómica. Un manjar que, tristemente, se está perdiendo en domicilios y restaurantes, debido a lo arduo que resulta conjugar todas las hortalizas en su justo punto de cocción. Ahora que está cerrado, recuerda uno, organizando un banquete en el Cachirulo, que el plato de menestra era bastante más caro que una merluza en salsa verde. Pues, en la mayoría de los casos, es la elaboración y no solamente la materia prima, quien determina el precio.
Lanzada queda la idea. Aunque lo de menos sea la elección concreta del plato emblemático, siempre que responda a nuestra idiosincrasia. Lo importante, lo decisivo, es que igual que un abuelo le compra el lanzón a su nieto, evocando su propia infancia –lo que es técnicamente imposible, pues el dulce no ha cumplido ni cuarenta años–, nuestros hijos hagan lo propio con los suyos.
Sea esa menestra, un guiso de ternasco o unos huevos al salmorejo. Pero asumido por todos como tradición.