Parece que la cuesta de enero se va a prolongar bastante más de lo habitual. Sube el precio de los alimentos y la cesta de la compra nos va a costar bastante más. Así que quizá sea el momento de volver a la cocina y dar más vida a los electrodomésticos que allí se almacenan, a pesar de las tarifas eléctricas. No solo el microondas y el frigorífico, salvavidas de quienes optan por la comida elaborada.
No se trata solo de ahorrar, que también, sino de recuperar nuestra relación con los alimentos originales –por ejemplo, esas lechugas que no vienen cortaditas en una bolsa de plástico–, que es tanto como mantener el vínculo con la tierra y la naturaleza. Con la vida.
Es cierto que se ha perdido la cadena de transmisión de los saberes domésticos –habría que recurrir a las abuelas–, pero no lo es menos que disponemos de numerosos instrumentos –libros, internet, cursos de cocina– para recuperar dichos conocimientos ancestrales, modificados por la ciencia y tecnología actual.
Pero de los restos de un pollo asado seguirán saliendo también croquetas, empanadillas, lasañas, o quizás curries e incluso peculiares ramenes. Y las sobras de las imprescindibles verduras, esas que deberíamos comer habitualmente, mantienen esa segunda vida en forma de pasteles salados, sopas o huevos al plato.
No es imprescindible cocinar todos los días, ya es sabido. Los actuales sistemas de conservación permiten optimizar la culinaria de nuestras madres –abuelas para muchos– y practicar eso que los modernos llaman ‘batch cooking’. Que no es otra cosa que aprovechar un par o tres de horas para elaborar la comida de la semana, de forma que cada día, en pocos minutos, podamos disfrutar de unos platos gustosos y, por supuesto, sin la injerencia de aditivos y extraños saborizantes.
Y con un poco de gracia podemos convertir la cocina en un espacio de socialización familiar, no esa habitación de luz fría en la que apenas se entra cuando se tiene un antojo o aprieta la gana.
Ojalá sea una de las escasas consecuencias positivas de esta larga pandemia.