¿Supremas de merluza? ¿Pollo a la Villeroy? ¿Ternera a la financiera? ¿Pijama? Cualquier foodie, de esos que controlan steaks, carpaccios, kimchis, ramenes y burritos, probablemente sufrirá si tiene que describir cualquiera de los platos descritos entre interrogantes. Lo que resultará bastante sencillo para cualquier comensal que haya superado el medio siglo de vida, aunque sea con colesterol y curva de la felicidad.
El proceso de aculturización gastronómica que estamos sufriendo parece no tener vuelta atrás y tan solo es comparable a la transformación que sufrió nuestra dieta en los años sesenta, cuando poco a poco íbamos de dejando de ser pobres y hambrientos, aunque faltara aún tiempo para ser libres.
En principio, nada tiene uno contra productos llegados de fuera, especialmente cuando resuelven carencias propias. Es lo que paso, hace varios siglos con el tomate, el pimiento o la patata, después de largos años de adaptación. Se impusieron sobre otros alimentos, como las habituales castañas o nabos de los potajes, por su mejor resultado. Simple evolución culinaria y gustativa.
Sin embargo, los recién venidos –retornados en algunos casos– no parecen ofrecer muchas virtudes, más allá de la publicitaria consideración de superalimentos, las modas de rigor –¿dó fueron las bayas de goji?– o los esnobismos de quien han convertido el alimento en un escaparate mediático, antes que un necesario placer.
El problema es que los anteriores o son muchos o mandan más. Sus preferencias invaden cartas y barras, excesivamente iguales a sí mismas, desplazando a los originales. ¿Cuándo y dónde vio por última vez la otrora omnipresente gamba Orly?
Por supuesto que la innovación está bien, resulta divertida y hay que variar de comida de vez en cuando, pero cuando se impone, se convierte en un problema. Pues al final, serán los bares de barrio, muchos de ellos regentados por extranjeros, donde tengamos que refugiarnos para disfrutar de un tradicional taco de escabeche, atún o bonito, para los que no lo conozcan. Eso sí, acompañado, de un vino actual, que no hay que ser talibán.