Aunque cada vez son más los zaragozanos de tercera generación, seguimos siendo una ciudad muy rural y, por lo tanto, con tintes agrarios. Basta salir a la calle un día lluvioso o coger un taxi para comprobar como todos se sienten contentos ante las molestias del agua, «es bueno para el campo» dicen, lo sea o no. Pues no siempre y ni para todos los cultivos el agua es buena en determinadas épocas.
Esta semana, en la que ha vuelto la FIMA –sin los grandes de la maquinaria, pero sí con bastantes expositores y público– el fenómeno se acrecienta. No solo por los políticos, que aprovechan la ocasión y los micrófonos para presumir de nuestro poderío agroalimentario o acusar al Gobierno –en el caso de la oposición– de la miseria en que tienen postrados a los ganaderos y agricultores.
Todos nos vestimos de agrarios. Por supuesto, hoteles, bares y restaurantes, que aprovechan para trabajar a tope y hacer caja, pero también la inmensa mayoría de la población que, sea real o no, evoca sus orígenes rurales y esa idílica imagen –falsa, por otra parte– del bucolismo campestre.
No viene mal que, de vez en cuando, recordemos que comemos gracias a los profesionales que trabajan sus parcelas y cuidan de su ganado. Que por más que las actividades agropecuarias se ‘ubericen’ cada vez más, siguen siendo muchas las familias que viven de su trabajo, de generar alimentos, que tiene que enviar a una complicada cadena alimentaria, dueña de sus destinos en demasiadas ocasiones.
Y sí, disponen del apoyo de la PAC, pero los datos demuestran que el recambio generacional es escaso y complicado, como el acceso al propio oficio. Pero también es cierto que son muchos quienes prefieren un trabajo mal pagado, de lunes a viernes, en ciudades, que el menos regulado por el calendario en las tareas agrícolas y ganaderas.
Sumémonos a la fiesta de la FIMA, reivindiquemos nuestro origen rural –aunque sea mentira– y, especialmente, acordémonos del mismo a la hora de adquirir nuestros alimentos cotidianos, donde precio no equivale a valor.