Érase una vez hace muchos, muchísimos años, nada menos que en el siglo XVI, en un reino muy lejano –con la perspectiva actual no tan lejano–, el Ducado de Baviera, donde dos hermanos, a la postre corregentes, Guillermo IV y Luis X, compartían el poder.
Las cosas discurrían plácidamente por el Ducado: el Bayern de Munich de la época, habitualmente ganaba la Bundesliga y era serio aspirante a la Champions League, el Festival Wagner de Bayreuth aún no se celebraba, pero se adivinaba, y la Oktoberfest no era un hecho, pero su principal ingrediente ya se consumía con entusiasmo y profusión.
Pues hete aquí que nuestro querido Wilhelm IV, Herzog von Bayern, conocido como Guillermo IV, se le ocurre el día de San Jorge de 1516 en Ingolstadt, a orillas del Danubio, reunirse junto con su hermano, con la nobleza bávara y promulgar la Reinheitsgebot, la Ley de Pureza.
Fueron llegando noticias a todos los rincones del ducado, corrían de boca en boca las explicaciones más disparatadas, las teorías más descabelladas que confundieron a todos los pobladores del otrora apacible lugar. Considerando los riesgos de revuelta, el duque hubo de dar respuesta a las demandas.
Y así, reunidos sus súbditos bajo el balcón del Palacio Real comenzó a explicarse: «Que yo, como rey vuestro que soy, os debo una explicación y esa explicación que os debo, os la voy a pagar», después de este preámbulo berlanguiano pasó a detallar los términos de la Ley que tanto inquietaba al pueblo.
Explicó que la Orden regulaba tanto el precio de la cerveza, como su forma y tiempos de elaboración y, principalmente, el uso exclusivo de sus ingredientes: agua, preferiblemente de manantial, cebada como único cereal malteado y lúpulo.
Parece que al noble pueblo bávaro, le satisficieron las explicaciones del duque. El gremio de los panaderos vio que el trigo y centeno quedaban para sus elaboraciones. De este modo se evitaba competencia con los cerveceros y alejaba la posibilidad de guerra de precios entre ellos con el consiguiente encarecimiento.
Esta regulación también contribuía con razones de tipo sanitario, ya que, antes del uso del lúpulo, se utilizaban todo tipo de hierbas, condimentos, hongos, e incluso restos orgánicos para aromatizar las cervezas. Algunos de éstos eran tóxicos y otros alucinógenos, por lo que quedaban totalmente prohibidos, protegiendo así la salud de sus súbditos.
Pero no todo iba a ser tan idílico, también había razones ocultas, o no tanto. El duque ostentaba el monopolio de la cebada en Baviera y con esta promulgación se aseguraba el negocio. Fijaba los precios y todos los elaboradores de cerveza tendrían que acudir a él en busca de la materia prima.
Por otro lado la Iglesia controlaba la producción y el mercado del lúpulo por lo que también se aseguraban el negocio. Entre el Duque y la Iglesia existía una gran sintonía, ya que aquel era un defensor del catolicismo papista, contrario a la cada vez más extendida Reforma protestante, emprendida por el agustino Martín Lutero.
Entre la inimputabilidad de uno y las exenciones de los otros, el pueblo bávaro prefirió permanecer callado ya que a la postre, seguirían disfrutando de la cerveza con menos riesgos para su salud y a un precio razonable.
Y así fue como la Ley siguió su largo camino no sin añadir algunas modificaciones que flexibilizaban y relajaban su aplicación. Poco tiempo después de su entrada en vigor, ya se concedió la utilización del trigo para la elaboración de cerveza. ¡Qué hubiera sido sino de las excelentes weissbier alemanas!.
No fue hasta finales del siglo XIX, cuando Louis Pasteur, gracias a la invención del microscopio, descubre la existencia de las levaduras, parte esencial en la elaboración de cerveza. Hasta entonces la fermentación se producía sola.
No se sabía el por qué pero sí el cómo. Se repetían los procesos anteriores para conseguir los resultados: se recuperaban sedimentos de elaboraciones previas, se agitaba el mosto con palas de madera utilizadas anteriormente e impregnadas de levaduras, se utilizaban recipientes ya contaminados, etc. En 1906 la Ley aceptó oficialmente el uso de la levadura.
Esta Ley siguió su andadura permaneciendo en vigor hasta 1986, que fue abolida y sustituida por las regulaciones de la Unión Europea.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.