De manera concisa, nuestro texto constitucional establece que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás, son el fundamento del orden político y de la paz social.
Ese marco constitucional podría ser perfectamente interpretado para acomodarlo a la nueva sociedad digital en la que nos encontramos. El cambio –fundamentalmente desde el año 2000– ha sido brutal: la irrupción de las tecnologías digitales o basadas en lo digital plantean la necesidad de asegurar que el marco normativo garantice la protección de los derechos individuales y colectivos de las personas, los valores constitucionales que suponen la dovela del arco sustentador de la convivencia.
Y dentro de ese amplio espectro de derechos, deberíamos hacer hincapié en uno que parece contradecir los anteriores, pero que por ello merecería una mayor protección y proyección, el derecho a no ser digital; sí, sí, han leído bien: el derecho a no ser digital.
No podemos olvidar que no somos autómatas, somos –aunque resulte obvio recordarlo– seres humanos, y debería garantizarse el derecho a relacionarnos en este mundo, como se ha hecho toda la vida, con otros seres humanos; con un cara a cara que humanice las relaciones, que las haga más asequibles, más llevaderas, más sensibles, más humanas en definitiva.
Ello significa que debe garantizarse el derecho a no ser discriminado por esta sociedad cada vez más automatizada, más deshumanizada. Debemos clamar por garantizar el derecho a que puedan seguir existiendo relaciones humanas con las administraciones públicas, con los bancos, con las compañías de seguros, con los entes privados, con los comercios, precisamente para garantizar la calidad de vida de quienes no puedan, incluso con quienes no quieran ser digitales.
No en vano, debemos insistir en ello, ser digital es un derecho, y no una obligación. No se trata de convertir Internet en un entorno digital impuesto, sino reconocerlo como un derecho, no como una imposición.
No puede ser, que exijamos a todo el mundo –y en especial a los grupos más necesitados, como nuestros mayores– la inmersión absoluta en la vida digital; la mayoría no se ve capaz de enfrentarse a ella –si para nosotros en ocasiones es un problema, imagínense para ellos– apps, contraseñas, pines de acceso, doble autenticación, etc., lo que les convierte en vulnerables digitales.
De hecho la Carta de Derechos Digitales auspiciada por el actual Gobierno, y por el anterior, de sesgo político contrario –lo que denota el amplio consenso sobre la misma–, si bien no lo reconoce explícitamente como un derecho, sí manifiesta que los ciudadanos en nuestras relaciones con las administraciones públicas, tenemos el derecho a que nos ofrezcan alternativas en el mundo físico distintas a los recursos digitales, porque no podamos o porque no queramos utilizarlos, y por ende, nos garanticen los derechos en las mismas condiciones de igualdad.
Una oportunidad perdida el no haber reconocido dicho derecho de modo palmario en la citada Carta; y que al fin y a la postre puede convertirse en un documento con grandes ideas o principios programáticos pero nada efectiva. Nuestras leyes reconocen el derecho a ser digital, pero no el no serlo.
Aunque resulte chocante, estando en pleno siglo XXI, humanicemos la vida frente al imparable avance de las nuevas tecnologías, y no dejemos en sus frías manos las relaciones humanas.
Información elaborada por
Diego-León Guallart Ardanuy, abogado especializado en nuevas tecnologías e IP
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