A Martín Blasco le conocí al poco de llegar a Zaragoza. Contaba yo entonces con apenas veintidós años, y dado el magro sueldo de mi primer trabajo como profesor de inglés en la Academia Stiltoners, solo pude alquilar un pequeño ático en una estrecha calleja cercana a la plaza Santa Cruz.
A esa edad, habiendo crecido en Seattle y contando con la firme, aunque secreta, intención de ser escritor, la idea de vivir en mi propia casa en vez de compartir piso con lunáticos ingleses, mis compañeros de trabajo, prevalecía sobre los nada pequeños inconvenientes de vivir en ese diminuto espacio sin agua caliente ni ascensor. Lo que no supe en ese momento fue la importancia que iba a tener alquilarlo allí en vez de las otras zonas que había barajado.
La mayoría de los lectores de esta revista, al menos los zaragozanos, conocéis a Martín Blasco o, al menos habéis oído hablar de él, y convendréis conmigo en que Martín o El Blasco Bueno, como quizás le conocéis, era lo mejor que podía pasarle a alguien como yo que había crecido oyendo a su padre contar las maravillas de Aragón en general y de Zaragoza en particular.
Recuerdo perfectamente quién me presentó a Martín: Daniel, uno de los dueños del Praga, un hombre casi siempre de buen humor y de amena conversación, siempre y cuando no se hablara de jazz, su obsesión. En honor a la verdad, aun siendo norteamericano, todo lo que sé de jazz lo aprendí de él.
El día anterior le había preguntado por los mejores bares de tapas de la ciudad. Déjame pensarlo, me dijo entonces. Apenas me había sentado en la única mesa libre de su terraza cuando se acercó con mi café con leche acompañado de un señor de mirada inteligente, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, vestido, eso sí, con un traje bien cortado. Daniel nos presentó y se volvió al bar tarareando alegremente un tema de Coleman.
Martín Blasco sacó un pañuelo y limpió cuidadosamente una silla. Una vez se hubo sentado, después de comprobar que las patas no bailaran, me preguntó a bocajarro quién era, qué hacía en Zaragoza y dónde vivía.
A esa edad uno tiene poca biografía y demasiadas ganas de hablar, así que además de contarle que acababa de terminar mis estudios de filología española en la Universidad de Ohio y donde trabajaba, le hablaría de mi familia. De cómo mi padre había acabado en Washington a los 19 años gracias a uno de esos encuentros fortuitos en los que el Destino, por aburrimiento, lanza los dados, y así, quien estaba destinado a suceder a su padre al frente de Mantequerías Sanz, acabó pocos meses después de segundo ayudante en el Quijote & Callos, el mejor restaurante español en Washington.
Si a mi padre, al pasar por la puerta del Café Levante , entonces en Paseo Pamplona, no le hubiera apetecido tomar una de sus excelentes leches merengadas, no hubiera encontrado a un azorado Greedyguts, propietario de Quijote & Callos preguntando direcciones de buenos restaurantes en la ciudad sin que nadie quisiera entenderle. Mi padre, a pesar de su rudimentario inglés, acabo entendiéndole, y como no tenía otra cosa mejor que hacer y era de buen comer, le acompañó esa noche y las que siguieron al Bienvenido.
Un mes después cruzaba el umbral del Quijote & Callos, el restaurante español de moda en Washington por aquel tiempo. Y allí pasó los siguientes cuatro años hasta que fue expulsado por escupir al plato que iba a ser servido a Nixon, entonces aun presidente. El que mi padre adujera que lo había hecho por amor no le sirvió para mantener el trabajo, pero sí para que, finalmente, mi madre, camarera en el mismo restaurante, y sabedora de que ese acto estúpido no tenía otro objetivo que conquistarla, aceptó por fin salir a cenar con mi padre, ya sin trabajo pero contento de poder acompañarla en días sucesivos a los interminables mítines contra la guerra de Vietnam donde siempre acababa roncando.
Mi madre habló con mi abuela materna y las dos coincidieron entre risas que alguien tan idiota para arriesgar su trabajo por amor de una manera tan absurda merecía la pena conocer. A las pocas semanas se trasladaron a Seattle.
Le hablaría de mi madre, una hermosísima judía americana de tercera generación cuya familia provenía de una aldea perdida de Ucrania. Llegaron a Estados Unidos huyendo de alguna de las razzias contra los judíos que acostumbran a organizar las élites. No sé mucho más. Siempre fue una mujer práctica, nunca le importó lo más mínimo nada que no sucediera en el presente. A sus genes les debo medir un metro noventa y mis ojos azules, lo que debo decir no me perjudicó lo más mínimo en Zaragoza, ni en ningún otro lado realmente. Quizás ahora ya sepáis quien soy: Hollywood, apodo que me puso Martín Blasco.
Martín Blasco pareció satisfecho con mis respuestas, especialmente, aclaró, de dos cosas: de dónde vivía y de que mi padre fuera de Zaragoza y tan estúpidamente valiente. Un zaragozano de raza, comentó con voz triste, y levantándose con una agilidad sorprendente añadió: mañana a las 10 de la mañana en punto, acude a La Fama y ven bien vestido, por el amor de Dios. Estás en Zaragoza, pequeño salvaje.
Recién llegado, aún no había oído hablar de Martín Blasco, ni me había acostumbrado al tono brusco del habla zaragozana, así que al pagar el café, le conté confundido a Daniel la breve conversación mantenida con Blasco. Saltó de la barra y me abrazó. A gritos reunió a los parroquianos presentes y les anunció que Martín Blasco se había recuperado por fin. Pero no solo eso, añadió, ha elegido a este muchacho para acompañarle. Ayer le dije a Martín Blasco que conocía un joven que quería conocer el buen tapeo de la ciudad y, ¡señores!, Martín ha aceptado acompañarle. Para mi sorpresa me vi rodeado de todo el bar felicitándome. Daniel invitó a una ronda de carajillos a todos menos a mí, porque según dijo, debía cuidarme para el día siguiente. Cuando ya me encaminaba hacia a la puerta, me llevo a un aparte y me dijo en voz baja que apuntara cuidadosamente todos los sitios a los que me llevara y todo lo que pedía. Si lo haces y no se lo dices a nadie más, tendrás un café con leche cada mañana invitado por la casa. Allí los dejé a todos en plena celebración, entonces aun no me había acostumbrado a los repentinos arranques de alegría zaragozanos. Me fui sin la menor idea de quién era Blasco, pero cuando eres joven aceptas con naturalidad lo que la vida te trae.
A punto de llegar a casa, uno de los que me habían felicitado en el Praga me alcanzó y me dijo que llevará dinero, mucho dinero al encuentro de mañana. Hasta llegar a casa no caí en la cuenta que me había hablado en inglés.