Hace unos días recibí un email de una señora de Aínsa –así se identificaba–. Ya solo por su sintaxis, se podía deducir una personalidad equilibrada. Contaba que había conocido a Martín Blasco, siendo ambos jóvenes. Me reprochaba educadamente que, a pesar del tiempo que llevaba escribiendo la verdadera historia de Martín Blasco, aún no hubiera contado su infancia. Argumentaba que, sin ella, resultaba imposible entender una personalidad tan compleja como la de Martín.
Tenía razón, así que abandoné lo que estaba escribiendo y me puse a rebuscar entre los cientos de emails que me había ido mandando Hollywood hasta encontrar este:
Martín me citó a las diez de la noche en la puerta de Casa Ganaderos en la calle San Andrés; quería mostrarme el teatro romano, entonces, recién desenterrado. En el punto de encuentro, una pareja de unos sesenta años esperaba también a Martín con una enorme bandeja cubierta por varias capas de papel de aluminio. Resultaron ser los dueños de La Aldaba. Restaurante que se acabó convirtiendo en uno de mis favoritos y al que acudía tan pronto lograba reunir las treinta mil pesetas de alquiler de mi casa.
Aun ahora, después de tantos años, me estremezco al recordar sus estofados de caza. Era una cocina contundente y a la vez de una rara sofisticación. Perfecta para mí: un joven yanqui de un metro noventa criado a base de proteínas animales. Una cocina que hablaba «de tiempos en los que los hombres debían de procurarse el alimento por ellos mismos en feroz lucha con la naturaleza» como describió el injustamente olvidado P.J. Wanker en su obra El hambre y la furia: gastronomía cinegética en España.
Apenas nos habíamos presentado cuando Martín abrió el portón de Casa Ganaderos. Subimos al último piso, en dos tandas en un ascensor de madera… de aspecto… frágil, por ser optimista.
Salimos por una ventana al tejado y cruzamos sobre dos tablones al tejado del edificio vecino. Dos tablones. Nadie comentó nada, como si fuera lo más natural del mundo pasar de un edificio a otro de esa manera. Fueron los dos metros más largos que he recorrido en mi vida.
El edificio al que habíamos cruzado pertenecía a una Caja de Ahorros. Habían tapiado la entrada al mismo por riesgo de derrumbe. De ahí que hubiera que entrar y salir por el edificio contiguo, Casa Ganaderos, de cuyo portón, Martín Blasco, de alguna manera, se había procurado una copia de las llaves.
Su vivienda, por decir algo, se levantaba absurdamente sobre el tejado; consistía en un salón amplio con una bien surtida biblioteca de libros y botellas de buen vino, de donde Juan Luis y Amparo escogieron unas cuantas para la cena. Formaban una pareja poco común según pude comprobar a lo largo de la cena: cada cierto tiempo cruzaban miradas, creo que para comprobar si el otro estaban bien y casi siempre les saltaba la risa a la vez. Llevaban juntos cuarenta años, casi el doble de lo que yo llevaba vivo.
Contaba la vivienda también con un dormitorio y pequeño cuarto de baño de aspecto desolador. Dijo no necesitar más: «la comida casera me pone triste, prefiero que me alimenten auténticos profesionales». Juan Luis, como buen hostelero, no pudo dejar de alabar entre risas, la inteligencia de Martín.
En caso de necesitar una cocina, como ese día, disponía de la del tercer piso, donde nos dirigimos, de inmediato a calentar el contenido de las bandejas, mientras descorchábamos las primeras botellas de vino. Una vez estuvo lista la cena, bajamos con todo al segundo piso, donde nos esperaba una mesa lujosamente dispuesta en su salón principal. Este se iluminaba por gruesos velones de iglesia que daban a la estancia un aire fantasmagórico un tanto inquietante.
Antes de sentarnos a cenar, y a petición de Amparo, salimos al balcón a admirar el Teatro Romano, cuyo reciente descubrimiento monopolizaba, entonces, las conversaciones de los zaragozanos. Entonces entendimos por qué nos había citado de noche para verlo: la luna llena maquillaba las ruinas del teatro con una luz harinosa que le dotaba de una majestuosidad que el sol le negaba.
Como el joven aspirante a escritor que era, no tardaron en surgir en mi mente vívidas imágenes del teatro a rebosar de esos primeros zaragozanos disfrutando la representación unos, mientras otros solo deseaban que acabará cuanto antes para volver a la taberna.
Como el joven norteamericano que también era, no pude evitar pensar en lo paradigmático que resultaba que el teatro romano y el Teatro Principal estuvieran a solo unos pocos pasos, a pesar de que entre la construcción de uno y otro mediaran casi dos mil años. Solo resultaba posible en una ciudad prácticamente estancada a lo largo de los siglos. Nadie, durante el tiempo que estuve en Zaragoza, me comentó esta casualidad…
Nos sacó del ensimismamiento un Juan Luis preocupado porque la temperatura de la cena no fuera la adecuada, así que volvimos al salón dispuestos a empezar a disfrutar de los albondigones, su plato estrella, compuesto de carne de jabalí y ciervo.
Nos sentamos los cinco a la mesa y durante un buen rato no hicimos otra cosa que comer y, de cuando en cuando, suspirar con satisfacción. La salsa, unas veces sabía a monte, romero y tomillo, y en otras se superponía algo más profundo que desconocía, clavo y algún vino potente, quizás. Entonces no sabía cómo se podía separar sabores así en un mismo estofado. Hoy creo saberlo: la salsa tenía el mismo sabor, lógicamente, pero no las albóndigas, las montaba con sutiles diferencias en la cantidad de especias en unas y otras, pero al comerlas chorreantes de la sabrosa salsa, confundía. A mí, al menos.
Cuando disminuyó el ritmo de la ingesta, Martín levantó la copa y exclamó con una rara teatralidad:
–Brindemos por mi gran amigo Luis aquí presente y por su magnífica cocina. Pero esta noche por esa cocina que impidió que me muriera de hambre en la infancia, a la vez que educó mi paladar.
Mi querido Martín –continuó Luis– tu recuerdo de mis aptitudes en esa época es en exceso generoso. Acababa de iniciar mi carrera y cometía muchos fallos. Sencillamente, eras un niño…
–Sí, un chiquillo de diez años –le interrumpió Martín–. La semana pasada fue el aniversario del accidente.
–Es cierto, discúlpanos, dios mío, siempre lo hemos celebrado contigo, se nos ha pasado… la tardana se nos casa y…
–No pasa nada, Amparo –dijo Martín, pero salpicaba su voz un tinte oscuro que nunca había oído antes en él.
–Joder –dijo con voz ronca Juan Luis– ¿Por qué no nos dijiste nada, cuando te llamamos para ver el teatro?
–La verdad es… que pensé que os venía mal, y además quería que conocierais a mi joven amigo Hollywood –añadió con su voz alegre de siempre–; me amenaza con escribir un libro sobre mi cada vez que se emborracha. Va a ser escritor, según parece, aunque por el momento se gana el sustento como profesor de inglés.
Enrojecí inmediatamente. No recordaba habérselo dicho nunca, ni siquiera era consciente de haber pensado seriamente en ello. Seguramente lo dijo para, por un lado, desviar la conversación del olvido de sus amigos y, por otro, para que conocieran mis intereses literarios y que era profesor de inglés, por si hubiera ocasión de echarme una mano dado que a su restaurante acudía lo más granado de la ciudad.
–Escritor, ¡eh! –dijo Juan Luis en un tono ya casi distendido–, pues efectivamente no encontrarás a nadie mejor sobre quien escribir, salvo mi mujer Amparo, pero aun eres demasiado joven para entender a las mujeres, ni para que ellas te entiendan a…
–Oh, cállate, Juan Luis, ¿Escritor, eh?. Conocimos al protagonista de tu novela el día que le cogimos robando un triste cabo de longaniza en el restaurante dónde trabajábamos Juan Luis y yo –continuó Amparo– nosotros apenas tendríamos tu edad, ni siquiera éramos novios, aunque ya estaba obsesionado conmigo. Martín era un niño, pero se revolvió con fiereza y mientras le perseguíamos por entre las mesas, no solo se escapó, sino que consiguió arramblar con un enorme filete del plato de uno de los comensales y salir a la calle de estampida.
–En esa época todos nos conocíamos y un parroquiano a los pocos días nos dijo que era el niño que había perdido a sus padres y hermanos en el autobús que había caído pocas semanas antes al Ebro desde el puente de Piedra, acabando en el fondo del Pozo de San Lázaro. Y que, desde entonces, vivía con el único miembro vivo de su familia: la hermana de su abuela, una prostituta muy conocida en su juventud, pero que ya rebasados los noventa no veía más que sombras y sin apenas dinero para poder mantenerse ella misma.
CONTINUARÁ