Asiste uno, escéptico, a tanto debate como se escucha y lee sobre los precios de los alimentos. Que, dado que su peso en las economías familiares ha disminuido hasta porcentajes irrisorios –recuerden cuánto dedicaban a comer sus padres y abuelos–, cualquier subida, por mínima que sea, se convierte en casus belli.
No hay que olvidarse, por supuesto, del siempre elevado número de personas que pasan apuros para alimentarse correctamente, y a ellos, solo a ellos, es a quienes se debería ayudar. No a quienes con móviles de última generación o ropa de diseño les reducen el IVA de determinados alimentos.
Los problemas complejos no tienen soluciones sencillas. Sí parches, desde el tope francés a los precios a nuestra rebaja del IVA, pasando por subvenciones, marcas blancas, etc. Nuestro sistema alimentario, basado en la globalización, impone que muchos de los costes indirectos y poco visibles –emisiones, afecciones al medio ambiente, problemas sanitarios derivados de una deficiente nutrición– los asuman los diferentes Estados, de forma que la ciudadanía pueda disfrutar de un filete industrial de cerdo a precios de orillo. Todo ello, con una distribución capaz de imponer márgenes y precios de compra en origen y al cliente.
Vale que hay que alimentar a mucha gente a precios razonables, pero la distancia entre los alimentos producidos a gran escala, industrializados, y los procedentes de empresas familiares, no debería ser tan alta. Como tampoco la de los precios en los supermercados y en el pequeño comercio.
Probablemente, tengamos instrumentos a escala europea, además de esa PAC –tan debatida y discutida en el sur de Europa– que nació, entre otras cosas, para preservar la soberanía alimentaria del continente, con Francia a la cabeza. Se trata de economía y política, estúpido, no de producción.
No hemos tenido una crisis alimentaria como la de los microchips, pero es algo que no se ve tan lejano, especialmente en la industria cárnica, ávida y necesitada de importaciones. ¿Estamos a tiempo de evitarlo?