Es relativamente conocido que la huerta zaragozana lleva décadas en declive. Lejos están aquellos felices años en que suministraba lechugas a media España y la asociación de hortelanos agrupaba a centenares de profesionales.
Hoy se cuentan, con suerte, por decenas, y no se espera revelo generacional. En el mejor de los casos, la huerta se ha visto sustituida por otros productos, como la alfalfa, más rentables en el aspecto económico, aunque quizá no tanto en el social.
Así, en este entorno sobreviven pequeños hortelanos, ecológicos bastantes de ellos, junto con explotaciones convencionales e, incluso, grandes productores, que suministran sus hortalizas a las más importantes cadenas de supermercados.
Sin embargo, la marca Huerta de Zaragoza, presentada recientemente, de forma casi clandestina hace un par de semanas, escondida entre tanto acto propagandístico electoral, es bastante restrictiva al respecto. Pues la ordenanza, cuya aprobación se remonta al año 2017, la restringe a que «los productos sean vendidos mediante circuitos cortos de comercialización o venta directa, en la ciudad de Zaragoza». Y que las frutas y hortalizas procedan del entorno de Zaragoza, a unos veinte kilómetros a la redonda, cincuenta en algunos casos.
De momento son una decena de productores los que han obtenido la marca y trece puestos distribuidos por toda la ciudad los que la venden, con el logotipo ya diseñado. La idea de la marca, apoyada únicamente por UAGA y el Ayuntamiento de Zaragoza, quizá podría ser un revulsivo, al menos para quienes mantienen la actividad agrícola. Pero se necesita un decisivo impulso para que sea conocida por los consumidores, los únicos capaces de consolidar proyectos como este, como lo han hecho, por ejemplo, con la Muestra Agroecológica de los sábados, realidad envidiada en muchas capitales españolas.
Sin embargo, hay quien piensa que se podría ir más allá, ser más ambiciosos, pues existen mimbres para que la marca pudiera ser, además, un identificador de origen, más allá de la comercialización. Será, quizá, la nueva corporación la que decida si se mantiene el proyecto tal como ha nacido, o crece, como aspiran algunos de los productores del entorno, excluidos actualmente debido a la restrictiva normativa.