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LAS BLASQUIADAS. Capítulo 5 ¿y final?

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El texto que viene a continuación no es, desgraciadamente, la transcripción de alguna de las conversaciones con Holly sobre Martín Blasco. Es el relato verídico de lo que nos sucedió A Urtasun y a mi ayer, 4 de febrero.

Acababa de llegar a las oficinas de Gastro Aragón con la nueva entrega de Las Blasquiadas. No había podido enviarla por email, como solía hacer, porque justo el día anterior mi ordenador había sufrido el ataque de un virus y no había sobrevivido. ¿Casualidad?

Afortunadamente, lo había impreso para una última corrección. Y esta fue la que llevé a Gastro. Nos hallábamos, Urtasun y yo pasándola al ordenador cuando recibimos la inquietante visita de alguien con el aspecto y las maneras de una hiena justo antes de hincar los colmillos a un corderillo de pocas semanas, pero que se presentó como abogado.

Nos dejó, además de un olor a colonia demasiado cara, una copia de la demanda «´que va a interponer en el juzgado si continuamos relatando lo sucedido ese lejano día…»

Riendo aun, llamé a un familiar abogado. Le leí el documento que nos acababa de dejar y, al acabar, en vez del esperado «no me hagas perder el tiempo con chorradas», me dijo que acudiera a su despacho a las diecisiete horas en punto.

Urtasun mientras tanto había llamado a su abogado con quien habló durante unos minutos.

–Es serio –dijo–, pero eso no nos va a estropear la comida que tenemos prevista.

Así que nos fuimos a comer a La Gerencia del Tubo para felicitar a Carlos, su dueño y jefe de cocina, por el nacimiento de su primera hija. Tras una breve conversación con Carlos –el restaurante estaba a reventar– el cocinero volvió a los fogones.

Ya sentados en la mesa, al levantar la mirada de la carta, ví entrar al abogado hiena acompañado de dos tipos de los que se crían en los gimnasios sin jacuzzis.

¿Adivinan dónde se han sentado? Sí, a nuestro lado.

¿Adivinan qué hicimos nosotros? Sí, concentrarnos en la fantástica carta del restaurante.

¿Adivinan que ha hecho uno de los gorilas nada más sentarse? No, no lo adivinarán. Nos empezó alanzar migas de pan. ¡Migas de pan, por el amor de Dios! La situación era tan cómicamente ridícula que el abogado se ha vio obligado a dar un codazo al tirador de migas quién farfulló algo que lo mismo podría haber sido una disculpa que el sonido que emiten los jabalíes en celo. Esto último me ayudó a decidirme por el solomillo de cerdo duroc.

No hubo ninguna otra interacción con la mesa de al lado, así que Urtasun y yo nos dedicamos con alegría a la comida. En los postres, el abogado se levantó y sin mirarnos salió del restaurante. Al irse este, los gorilas han comenzado a hablar en voz baja. El que parecía menos oligofrénico le ha dicho al otro que la había jodido con el abogado.

–Se suponía que teníamos que asustarles no hacerles reír, imbécil– dijo.

Urtasun, que no ha podido evitar oír este último comentario ,les recomendó con rostro serio el visionado de El Padrino. El de las migas de pan nada cansado de chapotear en la estulticia, le dio las gracias con educación.

A las diecisiete horas en punto estábamos en el despacho de mi abogado. Le contamos lo sucedido en el restaurante.

–No me preocupan los gorilas, al menos por ahora. Lo que me preocupa realmente es el abogado. Es un don nadie, del que apenas he podido encontrar nada, pero pertenece a un despacho b con pésima reputación en Madrid, especializado en asuntos turbios y con mucho dinero en juego. De la demanda en si –continuó– no puedo decir nada hasta que me expliquéis a que se refieren, a qué tienen tanto miedo.

Le expliqué someramente el asunto. Y, según dijo, no parecía resultar demandable. Urtasun, que hasta entonces había permanecido callado habló:

–Pero, olvidas contarle lo que has escrito para este último número. En el aparecen varios nombres propios…

–¿Qué apellidos concretamente? –preguntó el abogado–. Se los dije y pude ver claramente como palidecía.

– Esto cambia las cosas, algunos aun viven y los que han muerto tienen una descendencia con la que es mejor no cruzarse.

–Ya, pero el abogado no lo podía saber –añadí inocentemente–, salvo que sí lo hubiera leído.

Me acordé entonces del virus que había reventado mi ordenador. Le conté también la repentina desaparición de Holly.

–Demasiadas casualidades. Mi consejo, hacedme caso, es que no publiquéis nada de momento. Dadme unos días para hacer unas llamadas y saber realmente lo que tenemos entre manos.

Y le hemos hecho caso. Así que, de momento, quedan paralizadas las nuevas entregas de Las Blasquiadas. Existe una Zaragoza en la que todos vivimos y otra, que nunca aparecerá en el Heraldo, dónde se mueven como peces abisales, gente peligrosa y con mucho poder y capaces de cualquier cosa con tal de mantenerlo.

No puedo decir más de momento.

Por ahora…

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