Por todos es conocido que la trufa es un hongo comestible que se desarrolla bajo tierra, el cual vive asociado a raíces de determinados árboles, siendo muy apreciado en la cocina de calidad por su intenso aroma.
Lo que igual no saben es que dicha admiración por la trufa negra se remonta al principio de nuestra era, cuando los seres humanos debieron observar cómo los jabalíes buscaban golosamente unos extraños corpúsculos subterráneos que devoraban con avidez. A lo largo de la historia varios son los testimonios escritos que demuestran dicho interés, ya Pitágoras la cita en el siglo VI aC, posteriormente Teofrasto –siglo III aC– atribuye el origen de las trufas a los truenos. Los griegos y los romanos también conocían las trufas y las apreciaron mucho, pero es desde la Edad Media cuando aparecen documentos en Italia y en Francia que demuestran el grado de interés que se prestaba a este sabroso fruto de la tierra, al que se recurría para regalar a reyes, príncipes y obispos.
El genio de la gastronomía Brillat-Savarin, en su libro Fisiología del gusto, publicado en 1825, no dudó en bautizarla como el diamante negro de la cocina, aunque en parte lo sea hoy por su elevado precio.
Hace años, cuando no se cultivaba la trufa, esta sirvió para revalorizar las masas forestales naturales de encinas, ya que su producción, mediante la recolección silvestre, ha sido tradicionalmente una fuente de ingresos en el medio rural de los principales países productores, como Italia, Francia y España. La trufa ayudó a revalorizar estos encinares, sin valor económico por la depreciación total de la madera de encina, al dejar de usarse para la construcción de toda clase de vehículos de tracción animal. El cultivo de la trufa contribuye a la conservación de las formaciones naturales de encinar, coscojar, quejigar y rebollar, así como a ampliar su extensión a través de las plantaciones truferas que se han realizado en los últimos años. Estas últimas han surgido en gran medida como consecuencia de la desaparición paulatina de las truferas naturales, debido a la roturación excesiva para cultivar cereal, a la recolección de trufas verdes impidiendo que se complete el ciclo, y a la despoblación del medio rural, que ha favorecido el cerramiento de los bosques y el incremento de los jabalíes. Sin olvidar también la creciente demanda del mercado hacia este preciado producto.
Gracias a su carácter salvaje, la trufa no se recolecta, sino que se caza, y a su adaptación a nuestro territorio, la superficie cultivada no ha parado de crecer en nuestra comunidad. Lástima que el abandono de las masas forestales, por su nula gestión o su sobreexplotación, haya relegado a la recolección silvestre de la misma a algo meramente testimonial.
Aunque parezca que su cultivo es sencillo, hay muchos factores que pueden hacer difícil que llegue a buen fin. El ciclo biológico de la trufa negra está estrechamente ligado al de su huésped, con el que vive en simbiosis, y es muy dilatado en el tiempo, y por tanto, vulnerable en distintos momentos, por eso si se quiere obtener trufa, hay que evitar cualquier alteración del mismo. Se trata de un proceso lento y delicado, con una duración media aproximada de ocho años, que comienza con la introducción del binomio hongo-huésped en una tierra apta para ambos y que continúa con una fase de asentamiento en la que el hongo ha de ser capaz de colonizar el suelo y hacerse con un nicho ecológico frente al resto de organismos que lo pueblan. Para intervenir lo menos posible en su ciclo biológico, en su cultivo no se realizan casi aportes de productos fitosanitarios ni de abonos.
Además, de forma innata las micorrizas desprenden sustancias alelopáticas, que dificultan la aparición de plantas adventicias que compitan con ellas, obteniendo unas zonas sin vegetación alrededor de nuestra planta huésped, denominada quemados.
Todo ello hace que agronómicamente sea muy sencillo hacer truficultura certificada en producción ecológica. Desde los mercados exteriores cada vez se prima más esta marca de calidad, para poder justificar que no se han usado herbicidas, como el glifosato, en su cultivo.
Como ven, tanto la trufa cultivada como la silvestre, puede ayudar a revitalizar nuestro medio rural ¿qué mejor manera de potenciarlo que consumiéndola no? La recompensa además de sabrosa…engancha, y más ahora que está en su momento óptimo de recolección, por lo que la relación calidad/precio en los meses de enero y febrero es la mejor, aprovéchense y disfrútenla.