Se generalizaron durante la pandemia, cuando creíamos ingenuamente ‒no era así, pero la idea cundió‒ que el papel también podría trasmitir el virus. Por cierto, fue entonces cuando los periódicos y revistas desaparecieron de los bares, a muchos de los cuales no han retornado. ¿No entienden los responsables que es antes una inversión que un gasto? Uno, desde entonces, no se toma el cafelito en ningún establecimiento que no disponga de prensa diaria.
Volviendo al asunto, el QR, ese artilugio que, a través de un móvil moderno, te lleva a una web, o lo que sea, donde aparece la carta del restaurante o las tapas del bar. Cómodo para quien se maneje en dichas tecnologías, pero arduo para los pocos hábiles ante las pantallas y decididamente incómodo para quienes preferimos el papel. El caso es que, en demasiados establecimientos, sigue siendo la única forma de informarse de la carta o la lista de tapas y raciones.
Tal sistema, quizá fruto del loable empeño de los hosteleros en ahorrarse costes, además de su restrictiva accesibilidad, nos priva de mucha información interesante. Pues el formato de la carta, sus materiales, cómo está impresa, dice mucho acerca del sitio en cuestión. También su redacción, por supuesto, y un buen uso del ‒o de los‒ idiomas, aunque eso ya se podría constatar a través del QR dichoso.
Como cliente espero conocer de antemano la oferta de la casa para poder elegir, más allá del obligatorio cartel con los precios. Y hacerlo de forma cómoda. Sin embargo, de forma casi imperceptible se van introduciendo unos usos en la hostelería que merman de alguna manera la dignidad de quien consume. A lo del QR podríamos sumar esa inmediatez en cobrarnos en la terraza, como si fuéramos a salir corriendo sin pagar, y tantas desidias por parte de establecimientos que se pretenden cercanos.
De las franquicias ya sabemos lo que se puede esperar, para bien o para mal. Pero cada vez más parece que nos hagan un favor por tener la barra abierta o mesas libres. Y, lo siento, es justamente al revés.