Todos los años, por estas fechas, repetimos la misma idea. Las vacaciones, especialmente si se viaja, son una magnífica oportunidad para descubrir otras cocinas, en muchos casos ajenas a nuestra cultura gastronómica.
Y no hace falta coger un avión para descubrir platos y alimentos que aquí serían exóticos, pero que no muy lejos son habituales. Desde la coquinaria del pato en el sur de Francia −intente comprar pato fresco en Zaragoza y verá− hasta los grelos gallegos o esos raros pescados que comen en las Canarias, sin olvidar los cientos sopas frías que proliferan por Andalucía.
Por más que las franquicias vayan invadiendo los centros turísticos, uniformizando la oferta, siempre queda quien, desde la humildad de una casa de comidas o la sofisticación de un restaurante de los que llamamos gastronómicos, preserva los alimentos de su entorno y los da a conocer a sus comensales. Tan sólo hay que buscarlos −ahora es muy fácil− o preguntar a los que allí viven.
Incluso sin salir de casa, puede uno disfrutar de unas vacaciones gastronómicas. Adentrándose en los barrios, buscando esos locales clásicos a los que les queda poco tiempo de vida, el que falta para la jubilación de sus dueños.
Es sabido que, cuando disfrutamos del ocio, estamos más abiertos a nuevas experiencias. El momento de atreverse con unos caracoles o perder la aversión a las olivas, de probar un plato de caza o esa rara verdura llamada borraja −esto vale para quienes nos visitan−, de disfrutar con una pasta o un arroz en su justo punto, al dente.
Aunque parezca por la amplia oferta de la industria alimentaria que comemos con mucha variedad, la terca realidad impone que consumimos cada vez menos variedades de hortalizas y frutas, que la uniformidad campea en los lineales. Eso sí, con diversidad de envases y colores.
Aproveche el viaje, descubra nuevas sensaciones palatales y no se olvide comprar algún producto local para prolongar el placer de la estancia una vez en casa. No se arrepentirá y contribuirá con las economías locales y de proximidad.