El firmante también ha sido joven. Y como tal, renegó de sus mayores y acudía a consumir en lo que se supone que era la modernidad. En aquellos años ochenta asaltábamos el VIPs y nos embelesábamos con sus propuestas ‘gastronómicas’ tan diferentes a las que existían, descubrimos qué era una hamburguesería −gracias a la base ya sabíamos que eran una especie de gran filete ruso−, íbamos −poco− a un caro chino en la calle Francisco Vitoria y disfrutábamos también de un último bocado en el Drugstore.
Pero no abandonamos las casas de comida con sus ajustados menús o las recenas en los merenderos de las afueras, como tampoco los restaurantes de nivel que surgían de los antiguos trabajadores del Corona.
A la espera de la eclosión de la nueva cocina, lo nuevo coexistía con lo de siempre y las modas −¡aquél furor por el foie!− iban penetrando con bastante lentitud, según un canon preestablecido, desde lo más selecto hasta terminar en la tasca del barrio.
Batallitas de abuelo, por supuesto. Pero cruel constatación de una realidad culinaria, especialmente visible en Zaragoza. Se siguen abriendo impersonales franquicias; proliferan los llamados grupos, tan miméticos entre sí, que apenas memorizamos sus nombres; crecen en cada esquina, ramenes, gyozas, exóticas salsas orientales o cebiches, de los que apenas tenemos referencias palatales originales. Nada nuevo bajo el sol.
Salvo que lo que hasta ahora podríamos considerar tradicional desaparece. Cierran los bares clásicos por jubilación, sin que nadie toma el relevo; agonizan las escasas casas de comidas que sobreviven, una vez abandonado ese menú del día que nadie reclamaba; y nos sorprendemos cuando unos osados se lanzan a explotar un restaurante clásico, de esos en los que reconoces cada una de sus propuestas.
Salvo contadas excepciones, seguimos sufriendo para encontrar un honesto plato de borrajas con patata, una merluza en rodajas, cualquier chilindrón o un flan elaborado en la propia cocina.
¿Serán algún día exóticos? Aunque solo sea para poder recuperarlos.