Es, sin duda, el vino más difícil de elaborar. Del que dicen que exige al enólogo permanecer ojo avizor al lado de los depósitos, pues en apenas unas horas se definirá su futuro. Un vino especial, que admite numerosos estilos, en el que el brevísimo contacto del mosto con las pieles le confiere su color, que admite numerosas tonalidades, desde las muy pálidas, al modo francés, hasta el poderoso rosa de los procedentes de garnacha.
No hace tanto que los rosados con mucha golosina, dulces y afrutados, eran la apuesta de numerosas bodegas por captar una clientela joven. Decenas de campañas promocionales buscaban captar nuevos consumidores, ante el avejentamiento de los habituales bebedores de vino.
Quizá por que recuerda a los funestos claretes habituales hace unas décadas −que es otro producto, al vinificar a la vez uvas blancas y tintas−, el rosado no parece gozar del gusto del aficionado medio. Al contrario de lo que sucede con los blancos, cuya producción y consumo crecen poderosamente, los rosados languidecen en los catálogos de las bodegas, como si fuera una incómoda obligación que se solventa de cualquier forma.
Sin embargo, hay bodegas −todavía muy pocas− que siguen creyendo en el rosado, que apuestan por él, elaborándolo con mimo y pensando en ese consumidor avezado que busca disfrutar del vino de otra forma. A media tarde, relajado en una terraza, fresquito y sabroso, puede caer una botella durante una agradable conversación. Para acompañar unos arroces o pescados, cenando al borde del mar. El abanico palatal del rosado es muy amplio y versátil, especialmente indicado para algunos de esos exóticos platos orientales, ahora tan de moda. Simplemente se trata de encontrar el que se adapte a nuestros gustos; costará, pero se puede conseguir.
Otro problema diferente, y no menor, es cómo lo suelen tratar nuestros hosteleros. Si, en general, el vino se trata mal en nuestros bares, lo del rosado es de juzgado de guardia. Pasado de frío, con botellas abiertas hace días, nada incita a disfrutarlo. Una pena.