Con Esther y Roberto sigue La madre que me cocinó. La nueva sección de Gastro en la que unimos a dos generaciones para que compartan fogones y recuerdos. En este caso, el escenario es la cocina de Absinthium donde está, más presente que nunca, el Bar Las Vegas de Calahorra. Ambas cocinas tienen más en común de lo que parece. Algo que pudieron comprobar los afortunados de una cena especial elaborada a cuatro manos en 2017 y que se plantean repetir gracias a este reportaje.

 

 

De los pinchos de Esther a la cocina de Absinthium

 

S i no fuera porque Esther le llama, de vez en cuando, «cariño», ella podría ser la jefa de cocina y Roberto, su segundo. La autoridad con la que Esther Barco se mueve en una cocina le delata: los fogones son su medio natural. Han sido más de cuatro décadas cocinando en el Bar Las Vegas de Calahorra, antes cantina en manos de sus suegros y del que más tarde se hizo cargo junto a Cipri, su marido. Así que, en este caso, podemos tirar de clásicos dichos como De casta le viene al galgo o De tal palo tal astilla cuando hablamos del cocinero Roberto Alfaro, responsable de cocina y mitad de Abisinthium, en Zaragoza.

Hasta que se casó con Cipri, Esther no se veía trabajando en la cocina. Tampoco veía a su hijo elegir esta profesión. Ni tampoco Roberto se veía cocinando a pesar de que creció en el bar de sus padres donde comía a diario. De chico, le gustaba el monte y se veía como forestal. Un día, recuerda la madre, soltó que dudaba entre cocinero y forestal, así de la noche a la mañana, y pensé para mi, pues no tiene nada que ver. Y ¿por qué se decantó por cocina? Roberto se ríe, tenía que decidir entre estudiar Forestal en Alfaro, al lado de casa, o Cocina en Zarauz. Y claro, no había color, así que digamos que fue el destino quien quiso que esté hoy aquí.

De Zarauz, ya como estudiante de cocina, ambos coinciden en el primer recuerdo de Roberto cocinando: patatas. Muchas patatas. Porque como rememora la matriarca, un día Roberto llamó a casa y me dijo que había ido al mercado y había comprado un saco de patatas. ¡Un saco de patatas! Y pensé, madre mía, si no ha cocinado en su vida y se compra un saco. Roberto sonríe, sí, en Zarauz hice mis primeras patatas a la riojana, en el piso con dos compañeros también estudiantes de cocina la escuela de Arguiñano.

Porque, a pesar de haber crecido en un referente gastronómico en La Rioja, Roberto donde echaba una mano era en la barra y no en la cocina. De esos fuegos, salieron muchas perolillas tradicionales cuando lo regentaban sus abuelos paternos. E imposible saber cuántos kilos de pinchos cuando lo regentaron sus padres. Dice Esther que ella tenía claro que quería dar un nuevo aire al negocio, apostar por los pinchos y por una organización moderna para la época. Fueron, recuerda la madre, muchos años comprando libros de cocina, leyendo aquí y allá, mirando lo que había en otras barras. Y, sobre todo, buscando calidad. Porque si hay calidad en el producto, el pincho sale bueno, asegura Esther. Mira, yo lo reconozco en la cocina de Roberto, la obsesión por el producto de calidad y creo que es, en parte, por lo que vio en el bar. Roberto asiente, es que si no hay calidad…

Todas las mañanas, toda la barra era nueva, por las noches adelantábamos las salsas y poco más, pero todos los pinchos eran nuevos, nunca puse uno del día anterior. Por la mañana era más light, bocadillos pequeños, pinchos de palillo o tostas al aire. Por la tarde más contundentes para que se fueran ya cenados, explica Esther. Y, como afirma, se apuntaban a todo: a las Jornadas de la Verdura, a la Semana de la Cazuelica, etc. Recuerda con cariño una caponata de verduras con atún rojo y helado de té verde o un clásico, el champiñón con gamba. No necesitábamos ir a concursos, el boca a boca es el mejor juez. En el 50 aniversario del establecimiento, el ayuntamiento les concedió una placa conmemorativa, por la fama y excelencia de sus pinchos y Cipriano y Esther fueron nombrados Calagurritanos de Honor.

La cocina de la madre era una cocina sin envoltorio con producto de temporada. También lo es la de Roberto, porque los fuegos artificiales están bien para las fiestas pero hay que comer comida rica todos los días. Cree que hay cocineros a los que la cocina tradicional parece que les molesta. Es un error, porque es la base de todo. Les preguntamos si aquel hijo estudiante de cocina intentaba innovar en el negocio de los padres. Y contesta la madre: Nada. Era yo la que le preguntaba cómo puedo hacer esto o lo otro. Y él me decía, si no tienes espacio, no tienes cocina, no puedes. Lo que me ayudó fue con algunas técnicas para ahorrar o mejorar tiempos. Sin embargo, ahora el hijo cocinero sí consulta a la madre continuamente cómo hace esto o aquello. Ahora es cuando busco recetas más antiguas, que hasta ahora no había hecho tanto caso: una buena sopa de ajo, el cordero que hacía en Nochevieja con unas tostadas ahogadas en el horno que hacen de patatas, la cocina de aprovechamiento. La cocina de Absinthium se parece a la de mi madre en los guisos, los tiempos, el producto de temporada y de calidad.

Verlos cocinar juntos es un auténtico espectáculo. Se conocen, se respetan y se quieren. Y se entienden con las miradas. Y donde
no llega la mirada, llega alguna pulla. Cuando viene a casa a comer, me esmero con los platos. Y muchas veces lo prueba y me suelta
«Madre, te ha salido un poquito aprontao, como si lo hubieras hecho deprisa, ¿No?» Lo hace por fastidiarme, yo le suelto un disparate y
todos nos reímos. ¿Roberto no cocina para su madre? ¡Nooo! En su cocina, cocina ella, no me atrevo yo a meterme ahí ¡ja ja ja! Bromea,
pero reconoce que cuando va a Calahorra, le apetece comer comida de madre. ¿Algún plato favorito? Todos, dice Roberto. ¿Algún plato
que siempre le salga mejor a tu madre? Muchos, asegura. Es imposible elegir, es que mi madre tiene muchos mejores platos. Roberto
se siente privilegiado por la suerte de aquella comida casera. Es que, si lo pienso, en mi casa se ha comido siempre muy bien, siempre
producto de temporada y de calidad, porque la calidad también llegaba a la comida del día a día. Guisos, menestra, legumbre, verdura,
lo que hubiera. Además, hemos comido de todo. Recuerdo de mi abuela materna, caracoles a la lata, ancas de rana con tomate, esas
evocaciones son una maravilla, era algo especial. Me he dado cuenta después, asegura Roberto. Ambos vuelven a coincidir en que para
saber cocinar bien, hay que saber comer bien.

Esther dice que tiene mono de cocina y ganas de volver a dar un servicio con Roberto. Algunos privilegiados amigos de Absinthium
pudieron disfrutar de una especial cena cocinada a cuatro manos, por madre e hijo y con dos maneras de entender la gastronomía
muy parecida en 2017. Fue muy bonito, recuerdo con cariño cuando salimos a la sala al final y nos aplaudieron, fue un orgullo compartir
con mi hijo ese momento. ¿Se podría repetir esa noche tan especial? Pues ahora que nos hemos vuelto a juntar en la cocina, la verdad
es que nos apetece, así que quizá pronto, apunta Roberto. A Esther se le llena la boca al hablar de su hijo. Su cocina es espectacular, es
que me gusta todo, hace cosas que no se me hubieran ocurrido nunca, cómo mezcla ingredientes, las presentaciones. A veces, pienso, mira
todo lo que sabe este chiquillo mío. Le mira, se ríe y apostilla, de todos modos, pocos hijos que han elegido la profesión de sus padres, les
superan. Roberto le sigue la broma, alguno habrá madre. Y Esther sentencia, pocos, hijo, pocos.