No hace mucho, en Heraldo, Antón Castro hizo un panegírico de lo que fue Casa Emilio, constatando sus 85 años de antigüedad y el milagro de amistad, alegría y transgresión que fue. Así lo llama Antón, aunque las gentes que lo conocimos en los duros años sesenta y setenta del franquismo, al tiempo que dejábamos jirones de piel para conseguir la democracia actual, le añadiríamos muchos más epítetos.
Para dos generaciones, como poco, Casa Emilio fue todo un referente de libertad. Emilio y su casa. Para este pueblo tan poco dado a rescatar su pasado, a mantener su historia, inclinado, más bien, a convertir en ladrillos sucedáneos de burbujas cuanto patrimonio cultural acabe en las garras de sus próceres –no de todos–, pero sí de las familias, como si de una nueva cosa nostra habláramos. Recordemos el barrio judío de La Seo, el barrio árabe de Sinhaya, Averly, la quinta torre mudéjar en Zaragoza, los edificios modernistas de Sagasta –casas Faci, Emerenciano y docena y media más, las puertas medievales de entrada/salida a la ciudad, las manzanas al completo entre la calle Cerdán y Escuelas Pías, para poner alfombra imperial a la vía de ciertos alcaldes franquistas que, también, querían cargarse el Mercado Central. Sin ir muy lejos, hace unos meses, el convento de Jerusalén fue derribado para continuar las especulaciones futboleras de estas grandes familias– plantear que Casa Emilio se pudiera convertir en una casa museo debe de ser una entelequia.
Sería sencillo. Si el ayuntamiento de esta inmortal ciudad en vez de dedicarse a plantar bombillas efímeras, pensara con alcance de miras, compraría la casa por esos cuatrocientos mil euros que parece costar. Sería una mínima manera de congraciarnos en parte con un pasado del que no podemos enorgullecernos en ese sentido.
Quizá sea esto pedir peras al olmo o ver caballos lo que son asnos; pero me niego a que, al menos, esta petición no salga a la luz, aunque sea de labios de una persona de las de poca importancia, persona, como miles más, amiga de lo que significaba para todos Emilio Lacambra. Nunca saldrá de esos grandes poderes que disponen de jueces, de medios informativos, de caudal político, de dinero, hasta de religiones a su antojo y que han pisoteado, a lo largo de siglos, el patrimonio zaragozano para convertirlo en pisos de lujo, de medio lujo o barriadas normales que auparan, aún más, el poderío económico de esas pocas familias.
Si el medio informativo más poderoso del que dispone nuestra Paletonia labordetiana, abanderara esta petición es muy posible que se llegara a cumplir. Claro que, entonces, los olmos darían nueces y los asnos se habrían convertido en alazanes de pura sangre. Quizá, algo más prosaico y pegado al terreno pudiera ser que, el cronista oficioso de esta capital paletona, al aire de su prestigio evidente, encabezara la petición. Sería algo para enmarcar: conseguir paralizar otra demolición en nuestra historia, la pequeña y la grande.
Otra posibilidad podría pasar por la cuestación popular de compra del local. No sería demasiado, estoy seguro de que miles de personas pondríamos lo que pudiéramos. Pero esto, debería canalizarlo una organización que, por una vez, no tuviera el objetivo de particularizar algo sino de devolver a toda la ciudad uno de los lugares que nunca debieran ver la piqueta.