Después de los brindis que propusimos como celebración de los primeros cien números de esta que es nuestra revista, y tras la resaca de la misma, quizás sea el momento de ser retrospectivos y ver cómo han ido discurriendo las cosas en el proceloso mundo de la cerveza.

Nuestro director encabezaba su artículo, entre exclamación e interrogación Cómo hemos cambiado y, no me cabe duda de que este título se podría aplicar certeramente a nuestro tema. La friolera de quince años, dan para muchos cambios.

Sería difícil determinar con exactitud en qué momento podemos situar los primeros atisbos de interés por la cerveza que se pretende consumir. Cuándo empezamos a cambiar la frase dirigida a la persona encargada de servírnosla del «póngame una caña», y pasar a «una pale ale, por favor». Tampoco es que haya que concretar el momento preciso, lo que sí creo que importa es que marca una nueva forma de entender las posibilidades que ofrece el disfrute de la cerveza.

En la Europa meridional, en la nuestra, el vino está enraizado en nuestra cultura, se distinguen tipos de uva, calidades de las añadas, estilos, maduraciones, denominaciones de origen, etc., y se le da la importancia que sin duda merece. Se entiende, además, que todo el proceso de elaboración, conlleva un coste y este repercute en el precio sin ambages.

Es en la Europa septentrional, en la del norte, donde la cerveza tiene un estatus importante dentro de los fermentados alcohólicos. Una consideración y también un conocimiento de los mecanismos de su elaboración, que no les hace dudar a la hora de valorarlas.

Bien es verdad, que en ambos casos, vino y cerveza, siempre nos referimos a elaboraciones con unos estándares de calidad altos o excelentes.

Aquí, aún nos cuesta pagar un precio al que no estamos acostumbrados por una cerveza, aunque de un tiempo a esta parte y después de entender que el precio está más que justificado en todos sus aspectos, el consumidor exigente prefiere premiarse con una excelente elaboración que con un número indeterminado de otras de calidad refrescante. Ese es un camino que hemos venido andando, no sin tropiezos, en estos últimos años. Nuestro propio camino de Damasco como consumidores.

Es de rigor, repasando estos últimos años, dejar constancia del fenómeno de la cerveza artesanal. Este es un tipo de negocio que funcionó, a partir de la década de los ochenta del pasado siglo, bastante bien en los Estados Unidos y en algunos otros países y que abastecía a un tipo de población deseosa de probar nuevas elaboraciones, antiguos estilos rescatados y buscadores de otras formas de consumir cerveza. Aquí, muy dados a etiquetar, en seguida se las calificó con desdén como cerveza para hipsters.

El ejemplo de elaboradores craft allende nuestras, hizo que muchos emprendedores locales siguieran el ejemplo y se lanzaran a llevar adelante sus propios proyectos con más ilusión que conocimientos, equipamientos limitados y medios exiguos. El resultado en algunos casos fue un producto de escasa calidad, que provocó que gente que le dio un voto de confianza a la cerveza, alentado a probarla, juzgó el todo por la parte, y decidió que la cerveza artesanal era un desastre y no le otorgó una segunda oportunidad. En estas circunstancias los perjudicados fueron tanto los arrojados e inconscientes como otros elaboradores de una cerveza de buena calidad, digna de ser tratada como tal.

Después de la pandemia, las supervivientes se han encontrado con problemas de suministro, alza en los costes, escasez de lúpulo, etc., un panorama desolador que ha hecho que en nuestro país se pierda un 35% de centros productivos, algunos de ellos absorbidos por las grandes corporaciones cerveceras y otros verse abocados al cierre.

Habrá gente que sostenga de manera adusta: «Ya decía yo que esto no duraría», otros lamentarán que el panorama sea inquietante, pero muchos de nosotros como irreductibles galos resistiremos y seguiremos alegrando nuestros sentidos con cervezas que nos sorprendan.