La asociación Slow Food, que existe en más de 160 países, promueve un cambio en nuestro obsoleto sistema alimentario que consiste, entre otros propósitos, en volver a respetar las pequeñas producciones locales; las que mantienen en pie a las comunidades de cada territorio, pero con la ayuda de la tecnología actual.

Se ha escrito mucho sobre animales en peligro de extinción o que ya han dejado de existir, pero no ocurre lo mismo cuando los que están en vías de desaparición son los vegetales. Y sin ellos no podríamos vivir, porque somos incapaces de sintetizar materia orgánica, como hacen ellos a partir del agua y sales minerales que absorben por las raíces, y el dióxido de carbono de la atmósfera que toman por las hojas estimuladas por la energía lumínica del sol. No somos conscientes de la importancia que tienen para nuestra supervivencia porque, además, restablecen los niveles de oxígeno necesarios en el aire que respiramos.

Si nos referimos a la biodiversidad comestible, debo comenzar por nombrar al genetista ruso Nikolái Vavílov, que, a principios del siglo XX, creó el primer banco mundial de semillas de la historia. Había observado que, dentro de un ámbito geográfico concreto, muchas variedades locales resultaban resistentes a plagas y enfermedades, aunque fueran menos productivas que otras cultivadas que no eran originarias de ese lugar. Este adelantado a su época que pretendía acabar con las hambrunas en el mundo, murió de desnutrición en una cárcel soviética por oscuros motivos políticos. Gracias a él, actualmente existen más de mil de bancos de semillas para salvaguardar la biodiversidad de las especies que sirven como alimento en caso de posibles catástrofes.

La Cámara Mundial de las Semillas se halla en el archipiélago de las Svalbard, Noruega, fue creada en 2008, a modo de copia de seguridad de las colecciones de los fondos más importantes de los bancos de semillas del mundo, entre ellos el Banco de Germoplasma Hortícola de Zaragoza, en el CITA, cuya responsable es la doctora ingeniera agrónoma, Cristina Mallor, que ha conseguido reunir unas 18 000 variedades hortícolas de muchas procedencias desde los años 1980-90. Variedades que distribuye a centros y entidades españolas y de fuera del país.

Dan Saladino, periodista gastronómico inglés, reconoce que Nikolái Vavílov ha sido el que ha marcado su dedicación para viajar por todo el mundo con el objetivo de recuperar recetas tradicionales y especies amenazadas, inspirándose en el proyecto Arca del Gusto de Slow Food que, gracias a los productores locales e investigadores, ya han salvado unos 5000 productos de todos los continentes. Experiencias que han servido de base para su libro Comer hasta la extinción: «Al disminuir variedades vegetales y razas animales en los diferentes territorios, desaparecen también las culturas asociadas a ellas, afectando a los modos de vida y a las economías de cada población».

En esta misma línea, Jairo Restrepo, experto colombiano en agricultura orgánica, afirma que es preciso recuperar la memoria de la tierra, que es la que nos sustenta, consumiendo variedades autóctonas y utilizando recursos locales, para no depender de materias primas ni de energía externas. Porque un pueblo sin su patrimonio cultural es un pueblo esclavizado.

Todas las especies vegetales y animales tienen el derecho de no ser expulsadas del mapa culinario, porque incluso las no comestibles sirven para complementar la compleja cadena alimentaria.