Podría decirse que a la trufa le está llegando su momento. Con los miles de hectáreas plantados en los últimos años entrando en producción –sobre todo en Teruel–, la oferta aragonesa es la mayor del mundo. Al menos, eso nos ha gustado creer siempre.
Graus, en Huesca, y Sarrión, al sur de Aragón, son los dos centros truferos más conocidos, pero también la hay en la provincia de Zaragoza, donde los pueblos del Moncayo y de otras comarcas se esfuerzan todos los años por asomarse a un mercado, el de la capital aragonesa, que si un día eclosiona puede ser muy importante para todos.
Todos, no obstante, es una palabra que no acabamos de manejar con soltura. El dinamismo que los truficultores de las tres provincias están demostrando consiguió sentar al Gobierno de Aragón en una mesa hace no muchos años para diseñar un plan de relanzamiento del sector, pero ir de la mano no es tarea fácil.
El presupuesto, siempre escaso, no logró amalgamar a las partes, y ya se sabe que no hay mejor argamasa que la del Tesoro Real. Cuando este no alcanza, las grandes ideas suelen volverse al cajón de los sueños perdidos. En aquella ocasión, los truficultores de Sarrión vieron peligrar su primacía y prefirieron, legítimamente, seguir el viaje en solitario.
La gran asociación aragonesa de truficultores no llegó, pero eso, en todo caso, solo hará las cosas más lentas y algo más pequeñas, lo normal en un país donde la atomización es un signo de identidad.
En las tres provincias hay profesionales con garra que tirarán de sus respetivos carros y lograrán, cada uno según el bocado de tesoro que pueda dar, abrirse un espacio propio y un nicho de mercado en el que acomodarse. Aunque en Gúdar-Javalambre, donde se asientan 11 000 de las 13 000 hectáreas de cultivo que hay, aproximadamente, en Aragón, la apuesta va más allá del nicho.
Puede que, desde fuera, no lleguemos nunca a distinguir a unos de otros, que no sepamos nombrar a las asociaciones de aquí y de allá y mucho menos a sus integrantes y que las indicaciones geográficas protegidas que se tramitan en estos momentos aclaren poco el panorama, pero eso no impedirá que, como decía Pardo Sastrón en 1895 y nos recuerda José María Pisa en Alimentos de Aragón, un patrimonio cultural, los truficultores se ganen «un buen jornal».
Sin embargo, no es lo mismo ganarse un buen jornal que hacer un buen negocio. Esto último requiere visión estratégica, pensamiento a largo plazo y valentía del capital privado. Confiemos en que, más allá de la moda o del capricho, cultivar trufa sea una profesión concebida bajo estos y otros criterios semejantes. A los aragoneses nos gustaría mucho.
Mientras tanto, demos nuestro apoyo, al menos en este tiempo de esfuerzos culinarios, visitando alguno de los mercados y haciéndonos con nuestro pequeño diamante de la cocina, en palabras de Brillat-Savarin. Es tiempo de trufas.