A mediados de los años noventa del siglo pasado, recién constituida la Asociación de Sumilleres de Aragón, el mundo del vino en esta comunidad explosionó de manera vertiginosa. No se puede decir que fue de la noche a la mañana, pero casi; ni tampoco que fue una casualidad porque había mucho curro e intención detrás.

De repente, allá por 1997, el interés por el vino estalló y comenzaron a surgir cursos de cata y otros formatos relacionados con su promoción y divulgación como nunca antes se había visto en esta tierra. Asombroso. Mucho tuvo que ver aquella asociación que, rápidamente, contó en sus filas con grandísimos estandartes que prestigiaron y mimaron al vino. El apego que los nuevos sumilleres titulados sentían hacia él se expandió hasta llegar al cliente, al consumidor final. Fue, sin duda, un detonante que a día de hoy sigue con mil y un envoltorios.

Los de aquellos primerizos años, justo antes de cambiar de siglo, eran sencillos –que no simples–: curso de análisis sensorial para quien quisiera aprender. Punto. Antes esa materia estaba reservada a profesionales del sector, pero pronto comenzó a estar al alcance de cualquiera. Boooom. Lleno absoluto en cualquier convocatoria.

Zaragoza contaba con salas de cata, con tiendas especializadas que empezaban a diseñar calendarios de actividades, con restaurantes que también promovían este tipo de acciones, y lo mejor de todo, tenía adeptos que se engancharon a esto de las fases visuales, a detectar aromas, a interpretar sensaciones y, en definitiva, a sumergirse en un mundo que había llegado al ciudadano de a pie.

Con el paso del tiempo –uno que ya peina canas estuvo ahí–, llegaron nuevos formatos. Había catas verticales, otras de segundo grado o perfeccionamiento, catas maridadas, catas de vinos internacionales, presentaciones, monográficos de una u otra bodega… y bien entrada la siguiente década, había opciones para cualquier gusto, inquietud y billetera.

Nos plantamos en la actualidad. Y, si bien las clásicas para neófitos siguen atrayendo a nuevos incondicionales, ahora es fácil encontrar un sinfín de propuestas que mantienen intacto el espíritu de aquellas pioneras: divulgar el mundo del vino entre el cliente de a pie, sea más o menos docto en la materia. Es una gozada, qué queréis que os diga. El que no se sumerge en estos menesteres es porque no quiere, que las opciones son infinitas y las puestas de largo resultan de lo más divertidas –aunque ya no sólo atienden al análisis o juicio de un determinado vino–.

¿Quieres un escape room para salvar las barricas de Grandes Vinos? Lo tienes. ¿Un ciclo de catas maridadas de alto copete en Los Cabezudos? También. ¿Eres más de festival indie y de descorchar lo mejor de Borsao en un palacio del siglo XV? Para ti. ¿Te apetece un tardeo de vinos y vinilos con ritmos poperos? Dale. Y eso que hablamos de escenarios fuera de las bodegas, que si sumamos lo que muchas empresas organizan, las propuestas se multiplican.

Catas y enoturismo. Catas canallas desenfadadas. Seminarios con grandes figuras de la enología y la sumillería nacional. Clubes y grupos privados como los winefrikis. Aquí todo el mundo aporta y cualquier propuesta suma.
Mientras haya personas que quieran hacer algo por primera vez, las actividades en torno al vino van creciendo. Por lo tanto, no vale quejarse. Si no has hecho ninguna es porque no te sale del sinfín del sacacorchos.