Con motivo de la reciente aplicación por parte del Parlamento europeo del Reglamento de inteligencia artificial, vamos a acercarnos hoy a los riesgos de su utilización; y más concretamente en el ámbito de la gastronomía, y con relación a la utilización de la inteligencia artificial generativa, IAG.
¿Conocen la IAG? ¿No? Seguro que han oído algo sobre ella. Como tal, es aquella rama de la inteligencia artificial que genera contenido original a partir de datos existentes. Esta tecnología utiliza algoritmos y redes neuronales avanzadas para aprender de textos e imágenes, y luego generar contenido nuevo y único. Dejando de lado las aristas que el uso de datos existentes y el resultado generado puede provocar desde el punto de vista de la propiedad intelectual, habremos de convenir que los avances en la IAG han sido impresionantes en los últimos años, y están mejorando cada día, dejando en mantillas las novedades que supusieron la irrupción del metaverso o de los NFts.
Pero lo que nos interesa traer hoy a la palestra es un estudio, Evaluación del atractivo visual de imágenes de alimentos reales o generadas por IA, publicado por Eselvier Ltd., en febrero del presente año.
El estudio está diseñado para investigar la capacidad de las personas para diferenciar entre imágenes de alimentos auténticas y generadas por IA, así como el impacto de revelar esta información en la percepción del consumidor sobre el atractivo de estas imágenes.
Se llevaron a cabo dos experimentos en línea con imágenes de alimentos reales y generadas por IA que abarcaban alimentos no procesados, procesados y ultraprocesados. El primero de los estudios se diseñó para evaluar la precisión con la que las personas podían identificar imágenes de alimentos generadas por IA, mientras que el segundo exploró cómo la divulgación del origen de una imagen influía en el atractivo de los alimentos representados. A los participantes del primero de los estudios no les resultó muy difícil reconocer las imágenes generadas por la IA, especialmente en el caso de los alimentos ultraprocesados, y a menudo –sin saber que eran generadas por la IA– se preferían a las otras imágenes.
Al mismo tiempo, sin embargo, revelar que una imagen de comida era genuina aumentó significativamente su atractivo, mientras que la revelación de que había sido generada por IA mitigó este efecto. La principal conclusión es que la mayoría de los participantes consideraron más apetitosas a las imágenes generadas con IA, cuando desconocían que fueron creadas con esta tecnología.
El empleo de inteligencia artificial en la gastronomía puede acarrear dos repercusiones desfavorables: una relacionada con la salud y otra de índole ética. Por un lado, las imágenes generadas artificialmente pueden estimular la elección de alimentos menos saludables; y, por otro lado, estas representaciones pueden inducir a confusión o engaño entre los usuarios, quienes en ocasiones se ven incapaces de discernir entre imágenes auténticas y falsificadas.
Como indica el propio estudio, si bien esto puede presentar una oportunidad para los especialistas en marketing y la industria –por ejemplo, reduciendo costes asociados con las sesiones de fotos de alimentos, abaratando los mismos–, existe un riesgo potencial de influir en conductas alimentarias poco saludables –esto es, crear lo que denominan hambre visual– o crear expectativas poco realistas sobre los alimentos entre los consumidores.
Si queremos coger el toro por los cuernos, será necesario abordar los posibles problemas que nos genere el uso de la IAG, partiendo de la esencialidad de divulgar claramente el origen del contenido que se ofrezca al consumidor, siendo claros y transparentes, sin el trampantojo de una supuesta naturalidad inexistente.
Por tanto, el deber de transparencia en el uso de la IAG es fundamental para garantizar la confianza pública, proteger los derechos individuales y promover un desarrollo ético de esta tecnología. Y dicha transparencia implica revelar de manera clara y comprensible cómo se desarrollan, implementan y utilizan los sistemas de IAG.
Ello nos permitirá –al modo de los sesgos cognitivos en la toma de decisiones judiciales– identificar y corregir sesgos y errores del sistema. Además transmitiremos confianza ; algo fundamental en la materia que nos ocupa: si comprendemos cómo se utiliza la IAG, y sus diferentes contextos, estaremos más dispuestos a aceptar su uso, a participar en la misma y a creer en ella.
En resumen, el deber de transparencia en el uso de la IAG –y como me encanta decir siempre– se convierte en la dovela de su arco sustentador. Faltando ésta, el arco cimbreará y se vendrá abajo, privándonos de una herramienta de enorme potencial.