Cada semana se abre un nuevo restaurante en Zaragoza. ¿Por qué? Y podría uno dejar vacía el resto de la columna si sus jefes le dejaran, remedando a aquel crítico de teatro que se preguntaba lo mismo ante el estreno de una obra, que debía ser totalmente prescindible. Pues parece que la apertura es noticia y alborozo, mientras que el cierre –previsible en demasiadas ocasiones− no merece ni un triste breve.
Es entendible el entusiasmo de quien abre un establecimiento. Pero quien se dedica a esto se encuentra habitualmente con numerosas franquicias iguales a sí mismas, sin nada novedoso que ofrecer; sitios de los que te olvidas nada más salir y que apenas se pueden diferenciar de otro similar abierto a la vuelta de la esquina; o bares que suenan a recurso de subsistencia antes que a oferta diferenciada para los potenciales clientes.
Otrora, cuando la prensa determinaba gran parte de la opinión pública, los especialistas no opinaban de un restaurante hasta pasados bastantes meses, cuando alcanzaba su velocidad de crucero y los clientes se iban a encontrar ante una cocina ya consolidada y no todavía en proceso de creación.
Uno se sigue negando a opinar de un establecimiento que no cuente con al menos seis meses de vida, el periodo mínimo para apreciar si nos encontramos ante un proyecto o una ocurrencia, si paga a los proveedores, si se mantiene el personal, etc.
Pero uno sabe, también, que los tiempos van cambiando, y que la inmediatez se impone, sea bueno o no; al mismo tiempo que las inversiones hay que amortizarlas a la mayor brevedad. Así que, usando la experiencia que dan las canas, y aunque apenas cuenta con un mes de vida, les recomienda: vayan al Punto Gastronómico, en la calle Mefisto, y déjense aconsejar. Descubrirán un nuevo universo –pista, con referencia peruanas− en el que hasta la quinoa es sabrosa.