Altivos, sí, y más que deberían ser. Los olivareros españoles se manifestaron ayer para reivindicar unos precios justos para su trabajo. Entre ellos, los aragoneses, que explotan unas 45 000 hectáreas, de donde salen 17 500 toneladas de olivas, cuya inmensa mayoría −15 000 toneladas− se destina a la extracción de aceite de oliva virgen extra.
Que esa es otra. Tener que llamar al zumo de la oliva, aceite de oliva virgen extra, mientras que la sencillez del nombre ‘aceite de oliva’ se refiere a un producto industrial, de mucha menor calidad.
El aceite de oliva, cuya demanda supera a la oferta, no se olvide, es una de las grandes paradojas del capitalismo agroalimentario. Nos explican los liberales que, debido a la ley de la oferta y la demanda, cuando la segunda es mayor que la primera, suben los precios del producto.
Menos aquí, donde los productores apenas llegan a compensar los costes de producción, de unos 2,75 euros de media por litro de aceite. Y sí, usted puede encontrar aceite de oliva en el super por dos euros, bastante menos de lo que cuesta obtenerlo.
Las grandes cadenas imponen los precios, amordazan a los grandes productores, y utilizan el aceite como producto reclamo para que los consumidores compren en su lineales. Y, encima, amenazan con el crecimiento de los aranceles estadounidenses del 30%, cuando parecía consolidarse el trabajo exportador de las empresas españolas.
Además de solidarizarse, el consumidor puede optar por el aceite de oliva virgen extra, de mayor calidad y algo más de precio, al menos con mayor frecuencia, rehuyendo los ganchos de ese vulgar aceite barato.
No basta llorar por la España rural, con lo que consumir aceites de calidad es una opción razonable, además de otras. Los alimentos, de momento, no se producen en las ciudades.