En Francia y en Italia son muy habituales. En España, poco a poco, comienzan a instaurarse. Y aquí, en Aragón, son pocos quienes todavía lo practican. Se trata del agroturismo, una modalidad que pone en contacto a los productores agroalimentarios con potenciales visitantes interesados en su trabajo y sus productos.
Elaborar foie a la par que se descubre cómo es una granja de patos. Vendimiar a modo de aficionado y tratar de convertir esa uva en vino. Embotar diferentes vegetales y llevarse a casa el fruto de nuestro trabajo. ‘Cazar’ trufas guiados por un truficultor y sus adiestrados perros. O, simplemente, pasear entre unos cerezos en flor.
Comenzó el más industrializado mundo del vino y hoy son pocas las bodegas que pueden permitirse obviar el enoturismo. Que no solamente es una nueva fuente de ingresos, sino que vincula emocionalmente al visitante con la casa.
Pues las agroexperiencias, que comienzan a implantarse tímidamente entre nosotros, poseen evidentes efectos positivos. De entrada, estrechan los lazos entre los rurales productores y los urbanitas consumidores, aportándoles una visión más global de su trabajo. Quien haya visto recoger fresas, valora de inmediato su precio. Y explica, sobre el terreno, la temporalidad de los diferentes productos de la tierra. Que ahora comienzan tímidamente a aparecer los tomates y que deberemos esperar a la próxima primavera para disfrutar de los espárragos verdes.
La pandemia, los confinamientos, han logrado que la ciudadanía se reencuentre con su entorno más próximo. Que se interese antes por el Moncayo que por Cancún. Por ver fermentar unas olivas en Caspe en lugar de una reinventada danza del vientre en un convencional hotel lejano.
No es, por supuesto, un turismo de masas, pero sí sostenible y vinculado al entorno rural, creador de afectos y sentimientos, amplificador de las potencialidades del territorio. Los mimbres están, las ganas y el interés de muchos productores, también. Tan solo falta trenzarlos, ahora que va siendo tiempo de ajos.