Hace tres decenios más o menos, en el periódico El Día, justo para las Fiestas del Pilar, se publicó en portada un articulillo de opinión firmado con el pseudónimo Aurora Díaz Pay. El suelto, titulado ‘Vete forastero’ jugaba con ironía acerca de la enorme capacidad que tenía la ciudad esos días para atraer visitantes. El equipo municipal de aquel entonces, comandado por Antonio González Triviño, no entendía de ironías y declaró la guerra al rotativo, que desapareció poco después.
Quizá por ello, pasados treinta años, y por las mismas fechas, el consistorio, radicalmente diferente, haya organizado una Semana Cultural. Así, los zaragozanos y los forasteros quizá entiendan las virtudes comunicativas de esa figura literaria, la ironía. Pues esta semana recuerda mucho a las también ‘culturales’ que se organizaban en el tardofranquismo y que apenas escondían su carácter reivindicativo y político.
Una oferta cultural por la que uno podrá continuar con sus festivas comidas en los restaurantes zaragozanos, por más que el vermut ya no se pude tomar de pie acodado en la barra. Los cerveceros aprenderán a disfrutar de su preciado líquido, eso sí, más ordenados y precavidos, pues tendrán que reservar; mientras que los niños que acudan a las ferias —perdón, Parque de Ocio Familiar— interiorizarán que por la calle no se come, que hay que sentarse a la mesa, recordando aquellos vetustos manuales de urbanidad.
Los aficionados a los mercadillos callejeros aprenderán —aunque les cueste asimilarlo— que hay otras formas de comprar, con distancias sociales y más agilidad para no conformar aglomeraciones. Y quienes gusten del roce en los conciertos, tendrán sólidos argumentos para refutar la tesis del sofista Sergio Dalma: Bailar pegados no es bailar.
Cultivemosnos todos en la semana final —de las restricciones— que el género zaragozano es la municipalidad. ¡Larga vida a la semana cultural!