Menos mal que los humanos españoles no somos como la boa constrictor. De lo contrario, estaríamos invadiendo bares y restaurantes para atiborrarnos de ternasco asado, pizzas, o arroces y vino del Somontano, por citar algunas de las propuestas de ocio gastronómico vigentes estos días. Y luego digerir tranquilamente todo lo ingerido.
Engulliríamos kilos y kilos de comida, fuera la que fuera, por si acaso. Por si se acaban mañana las paletillas, la harina, el cereal o el contenido de los barriles. Afortunadamente nuestro organismo digestivo no nos lo permite, por más que el cerebro –¿reptiliano?– nos empuje a ello.
Quizá, como compensación, asaltemos tiendas y supermercados para atesorar aceite de girasol, leche y, ya puestos, lo que veamos en la estantería. Haremos hueco en el baño, si no nos cabe en la cocina.
Las grandes cadenas expendedoras de alimentos, y también los pequeños comercios, funcionan con previsiones. Y los humanos somos muy previsibles, normalmente. Para las fiestas crece el suministro de carnes y bebidas; en Semana Santa, el de bacalao; en Navidad, el marisco y los grandes pescados. Todo fluye y quien vende no precisa de grandes espacios –siempre onerosos– para atender una demanda fácilmente previsible.
Mas parece que la larga pandemia, y ahora la guerra, nos está cambiando. Ciertamente, podrá haber –escasos– incidentes, que se acabe una leche determinada en un lineal, pero también cotidianamente se agotan otros de nuestros productos favoritos y no nos lanzamos de tienda en tienda para acaparar una docena de paquetes.
Mientras tanto, los especuladores habituales mantienen sus almacenes repletos, riéndose ante los inesperados beneficios que les esperan.
Que no es el fin del mundo. Cuando alguien grita «¡fuego!» entre la multitud hay que esperar a ver al menos el humo antes de salir corriendo, si no queremos morir en una avalancha humana.
Pues eso. Que usted lo fría bien y cuide que no se le pase la fecha de caducidad.