Lo eco y conceptos tan manidos como la sostenibilidad están de moda. Al menos de palabra, porque otra cosa son los hechos. Preguntado el consejero Olona, en la reciente presentación de la memoria de Aragón Ecológico, que es como se denomina ahora el Comité Aragonés de Agricultura Ecológica, acerca de nuestro consumo de productos ecológicos, ofreció un dato demoledor, a falta de cifras concretas.
Afirmó con dolor que apenas un 5% de los alimentos que consumimos aquí se enmarcan dentro de una figura de calidad diferenciada. Es decir, vinos con denominación –que son la inmensa mayoría de los que bebemos–, ternasco de Aragón, aceites del Bajo Aragón y Sierra de Moncayo, melocotón de Calanda, cebolla de Fuentes de Ebro, espárrago de Navarra, etc. Y dentro de ellos, los ecológicos son una inmensa minoría, diríase que un chiste, con porcentajes ligeramente por encima de cero.
No será por falta de oferta. Nuestra comunidad produce una amplia variedad de hortalizas ecológicas, pero también toda suerte de frutas, desde fresas y cerezas a alberges, peras y manzanas, sin olvidar miel, harinas, conservas, vino, aceite o arroz. Basta acercarse cualquier sábado por la plaza del Pilar donde los sí convencidos compran en el ecomercado semanal. Pero también en bastantes lineales se puede encontrar pasta y más conservas –desde mermeladas a legumbres y cremas–, carne, poca, en algunos establecimientos y algo más de vino.
Será por el precio, cada vez más cerca de los productos convencionales, o por desconocimiento, nuestro consumo se encuentra muy por debajo de países como Alemania o los nórdicos, donde acaba gran parte de nuestra producción.
Aparece aquí una de nuestras paradojas agroalimentarias. Exportamos muchísima carne de cerdo porque producimos diez veces más de las que podríamos consumir. Y exportamos también la inmensa mayoría de nuestros ecoalimentos, pues no somos capaces de venderlos aquí.
Evidentemente, algo falla en nuestro sistema alimentario. Otra cosa es que exista una rápida y sencilla solución.